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El estudio de artista: de Warhol al confinamiento

El taller se adapta a las nuevas condiciones determinadas por el mundo que hay fuera. Un modelo que clama participación

Andy Warhol en La Factory, Nueva York, en 1966. 
Andy Warhol en La Factory, Nueva York, en 1966. Herve GLOAGUEN (Gamma-Rapho / Getty Images)

Hubo un tiempo en que en los estudios de los artistas no se oía ni una mosca. El silencio imperaba entre las modelos de Seurat, casi hieráticas. También cuando Josef Albers movía los prototipos de sus cuadros en el suelo buscando composiciones de color o cuando Rodney Graham dejaba deslizar los botes de pintura manteniendo su pitillo entre los labios. Los pasos es lo único que sonaba entre las cuatro paredes sobre las que Bruce Nauman buscaba otra dimensión del mundo. Brancusi convivía con el silencioso blanco de sus paredes. Frida Kahlo, con las bolas del mundo sobre su mesa. Solo la mirada de Lee Krasner acompañaba el dripping de Jackson Pollock en su granero y el café los dibujos de Dorothy Iannone en la mesa de su cocina. También ese era a menudo el estudio de Marisa Merz y de un sinfín de mujeres artistas trabajando bajo otro tipo de silencio. Cuando Clarice Lispector posaba para De Chirico en su estudio de Roma, no mascullaba ni el aguarrás. Solo un grito del voceador de periódicos interrumpió esa creación para anunciar el fin de la II Guerra Mundial.

A trazo grueso, es lo que alimenta el mito de ese lugar solitario, caótico, misterioso e incluso mágico que aparece en el imaginario colectivo a la hora de pensar en los estudios de los artistas. Lugares lejanos como islas remotas. El arte conceptual le dio un giro a esa idea, tachándola de obsoleta en los sesenta, avivada también por el auge del happening, el arte de acción y los creadores del land art que se echaban a andar. Andy Warhol también contribuyó lo suyo al abrir The Factory, su estudio en Nueva York. Desde 1963 funcionó en el 231 de la calle 47 de Manhattan. Luego lo trasladó a la sexta planta del número 33 de Union Square. Lo importante allí no eran las obras que hacía Warhol, sino la vida que transcurría en torno a ellas: una idea de comunidad que hoy sigue siendo el pulmón para muchos espacios de creación.

Los estudios de artista se han acoplado a las virtudes y debilidades del mundo global. La interconexión es total, pero también la interdependencia. En la tarea casi imposible de tener un espacio propio de trabajo, los talleres se comparten y se financian entre muchos, creando familias enteras de artistas que huyen del centro buscando viabilidad para trabajar, no sin antes tirar de marketing al organizar un sinfín de eventos, presentaciones y actividades. Ahí están Nave Oporto y Mala Fama en el barrio de Oporto de Madrid, una zona a la que se trasladan cada vez más artistas que viven en la capital. También el proyecto Salamina, así como todos los espacios artísticos que han aterrizado en L’Hospitalet de Llobregat, convertidos ya en fábricas de creación a las afueras de Barcelona.

Hoy el taller es una idea más que un lugar. Una libreta, una esquina, una pyme, una tarjeta de memoria, el hueco bajo la cama. Del carrito Boby 3 de Joe Colombo donde todo lo guarda Isidoro Valcárcel Medina en su pequeño piso en Madrid al Studio Olafur Eliasson en Berlín con 120 asistentes, las opciones se disparan con espacios llenos de posibilidades y polaridades. Poco se habla de la cuestión de clase y la categoría vip que confiere tener esa habitación propia desde la que comunicarte con el mundo sin pensar en gastos de alquiler ni cómo financiar una estancia fuera. Eso también determina qué tipo de estudio puede uno necesitar o tener.

Ya en los noventa, los artistas hablaban del pos­estudio: un espacio al que no siempre se vuelve, tan cambiante como los tiempos que corren, tan performativo como la propia artística. No hay nada romántico ahí, sino la practicidad de quien piensa en cómo adaptarse a los tiempos. En esa comidilla están artistas como Pawel Althamer, Tino Sehgal, Artur Zmijewski o Joe Scanlan, tratando de rejuvenecer el estudio como un lugar de producción para pensar algunas de las cuestiones intrínsecas de la labor del artista: ¿qué significa trabajar? ¿Qué supone ser productivo? ¿La rutina augura algún tipo de éxito? ¿La disciplina tiene un valor positivo? ¿Tener un espacio es sinónimo de visibilidad? ¿Cuál es el horario del artista? Y, sobre todo, ¿qué ocurre cuando no puedes ir a trabajar porque debes quedarte en casa?

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