María Moreno, otra borradura en la historia
Ojalá hubiéramos hablado de Moreno cuando estaba en condiciones de disfrutar del reconocimiento. Quizás estuvo, sencillamente, demasiado ocupada para pensar en sí misma
Cada vez que nos vemos obligados a hablar de la historia de una mujer artista —una muy buena artista, además— nos encontramos con un relato desdichado de olvidos. En la historia de las artistas todo fluye casi con normalidad —pasiones juveniles, aficiones, formación sólida…— hasta que los “obstáculos” —término de Germaine Greer— aparecen y empañan las carreras de las creadoras, las ralentizan, las hacen privadas o fuerzan a abandonarlas. El matrimonio, los hijos, las obligaciones domésticas recaen en las mujeres y van barriendo el tiempo para el propio trabajo.
Sylvia Plath, por citar un caso dramático, no soportó robar un tiempo precioso a las palabras. Georgia O’Keefee, harta de ser la pintora que posa para el marido, dejó a Alfred Stiegltiz y se fue a Nuevo México. Lee Krasner vivió pendiente de las obsesiones de Pollock, mirando al “genio”, como la retrata Hans Namuth, testigo de excepción con el cual Pollock discutía los cuadros. Luego, de vuelta en el estudio, tras pasar horas apoyando al artista inseguro e infiel, Krasner supo lo que no tenía que hacer y desarrolló una carrera oculta que va ocupando el lugar que le corresponde en la historia del arte.
Por eso el caso de María Moreno, fallecida el lunes a los 87 años, sorprende solo a medias. Lo pensé al ver el documental que Televisión Española emitió sobre la pintora en junio del 2015: la paradoja era que trataba sobre ella —ya entonces enferma—, pero por persona interpuesta, expertos, sus hijas, su familia, amigos, galeristas, su marido… En el documental, ella, que era una sombra de sí misma, aparecía a menudo como una sombra, callada por la enfermedad cruel y por la historia; un fantasma de la vitalidad que muestra en los documentos de juventud. El propio título del documental expresaba mejor la ausencia, esa borradura: La luz de Antonio. De hecho, por haber llegado demasiado tarde a la vida lúcida de María Moreno, en el documental sobre Moreno a quien captaba la cámara pintando era a su marido: el pintor realista por antonomasia, Antonio López.
Pero no quisiera volver a caer en la misma trampa: hablar de Antonio López para hablar de María Moreno, si bien en tanto una pareja de pintores sus vidas debieron cruzarse. Aún así, lo que pasara en la privacidad de ambos lo saben solo Antonio y María y no es asunto de nadie más que de ellos. Quisiera recordar una luz de Moreno que fue suya y no de nadie, aunque se esforzara por poner orden en El sol del membrillo, de Víctor Erice, del que fue productora ejecutiva, calculando gasto a gasto cada noche al terminar el rodaje, según recuerda el director.
Como tantos artistas de su generación nacidos en torno a la Guerra Civil, llegaba a un Madrid seco y triste, donde ingresaba primero en la Escuela de Artes y Oficios y luego en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, el lugar donde se aprendía a ser artista. Allí conocería al grupo del “realismo madrileño” —el propio Antonio López, el escultor Julio López Hernández, Amalia Avia, Isabel Quintanilla o Lucio Muñoz—, nacido del debate reinante entre figuración y abstracción. Los realistas, como ha escrito Valeriano Bozal, pintaban esos mundos a un tiempo sórdidos y afectivos de las novelas de Baroja, cada uno a su modo. El interés común por al arte en medio de la ciudad devastada —Moreno decía que la pintura y la música le hacían olvidar lo oscuro de Madrid— dieron como fruto muchos matrimonios en San Fernando. Ellas eran más jóvenes —recuerda descarada y luminosa Quintanilla— y veían a sus colegas, luego maridos, como “oráculos”.
De todos, dejando a un lado a Lucio Muñoz que optó por la abstracción, Moreno fue la más delicada (y otra vez un adjetivo (“para mujeres”). Fue en apariencia la más tradicional desde el punto de vista de la biografía de una mujer artista, con sus cuadros luminosos y opacados, sus flores, contar ese mundo imaginario que, confesaba, necesitaba inventar. Pero Moreno es mucho más que eso y se deduce por sus breves reflexiones: es la pintora de lo que no se puede poseer por completo, ni expresar con palabras. La pintora que cree que el final último del cuadro quede fuera del cuadro mismo, en el interior del artista. Dicho de otro modo, es una pintora más cerca de lo metafísico que del realismo, reconocida en su complejidad por el galerista parisiense Claude Bernard, tal vez cuando habíamos aprendido a mirar las obras de mujeres con una mirada menos convencional, crítica con el propio concepto de “calidad”, ese que hace que cada mujer artista sea siempre la luz de un artista hombre.
Ojalá hubiéramos hablado de Moreno cuando estaba aún en condiciones de disfrutar del reconocimiento. Ojalá hubiera pintado ella también en el documental televisivo y se hubiera hablado menos de su inseguridad y timidez a la hora de plantear su carrera. Quizás estuvo, sencillamente, demasiado ocupada para pensar en sí misma. Quizás hubiera querido hacerlo. Otra borradura en la historia.
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