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Camarena: cuando la grandeza se demuestra en la debilidad

El mexicano acaba como puede el último recital de su gira española en Madrid aclamado por el público

El tenor mexicano Javier Camarena durante su actuación en el Auditorio Nacional de Madrid.
El tenor mexicano Javier Camarena durante su actuación en el Auditorio Nacional de Madrid. FERNANDO VILLAR (EFE)
Jesús Ruiz Mantilla
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En la semana grande de la tos, Javier Camarena recaló en Madrid. Como no podía ser menos, llegó afectado por un catarro y eso trastocó los planes del recital con el que cerraba su gira española, acompañado por el cubano Ángel Rodríguez al piano. Quienes entraron a las 22.30 del viernes al Auditorio Nacional con la intención de dejarse seducir por las dotes y el talento superdotado del tenor mexicano salieron con otra certeza: que los elegidos demuestran precisamente su grandeza en la debilidad.

Camarena no lo ocultó. El aplauso con que el público madrileño lo recibió requería franqueza. Pocas ciudades en el mundo reciben al cantante con ese calor. En cada visita, Camarena ha ido subiendo peldaños hasta colocarse en un tú a tú con las leyendas del pasado. En su última visita había reforzado su poder. No existe para Madrid nadie que ahora se le compare. El bis que el Teatro Real le arrancó en L’elisir d’amore (Donizetti) y la exhibición que se marcó durante diciembre en las representaciones de Il Pirata (Bellini) lo han consagrado como el número uno entre las preferencias presentes de los aficionados.

Antes de lanzarse a la primera nota del programa explicó, más o menos, que haría lo que su estado le permitiera. No estaba previsto que fuera una sesión larga. Más bien, exquisita, de haber finalizado con el guion establecido. Hora y media de canto exigente, con una primera parte dedicada al repertorio francés para terminar con cuatro piezas italianas.

El tenor sólo pudo cumplir la primera, pero aquellos apenas 20 minutos de canto fueron dignos de verse. Las cuatro piezas iniciales quiso Camarena interpretarlas al máximo nivel: sin trucos ni atajos. De frente. Y aquello repercutía visiblemente, no sólo en su voz, sino en su estado de ánimo. Nadie hubiera dicho en cambio que se encontrara mermado cuando entonó Salut! Demeure chaste et pure, del Fausto de Gounod. El mexicano se esforzaba por cantar hacia los cuatro ángulos del escenario. Para que le escucharan con la misma intensidad quienes se sentaban delante, detrás y a los lados. En eso, Camarena resulta especial a la hora de establecer complicidades. Reparte un sentido igualitario sobre la taquilla que le hace sumar adeptos. Demuestra un especial sentido del respeto hacia quien lo sigue, pague lo que pague.

Con Vainemente, ma bien–aimée, de Le roi D’Ys (Édouard Lalo) tampoco podía pronosticar el público la gravedad de la situación. Camarena dio muestra de sus mejores dotes intimistas pero algo pareció fallar cuando al terminar el aria salió del escenario. Le esperaban dos fragmentos de Donizetti: uno asequible, el otro, endiablado, pese a que le ha dado gloria en todo el mundo: Ah mes amis, quel jour de féte, de La fille du régiment, con sus nueve dos de pecho. Los dio… Aunque, para el último, indicó con la mano al pianista que se detuviera un instante –que se hizo largo- antes de entonarlo.

El descanso fue un hervidero de corrillos: ¿podrá? Quedaban en el programa obras de Rossini, Donizetti y Verdi. En esas condiciones, con la debilidad que mostraba en los pianísimos y la autoexigencia que se había impuesto a sí mismo, resultaba casi un suicidio. Nadie quería ponerse en su piel y el público había tenido suficiente al verle librar esa lucha entre lo que deseaba dar y lo que sus facultades le permitían.

Salió de nuevo Camarena tras el descanso: “Les tengo dos noticias. Una mala y otra peor…”. Sustituyó el programa por una selección de canciones mexicanas que no se lo llevaran por delante. Quiso terminar con la romanza de La tabernera del puerto. Y ya se sabe que cuando eso suena, el público de Madrid lo perdona todo. En nuestro recuerdo quedará fijada esa primera parte tan intensamente como vamos a olvidar la segunda. Cabe preguntarse también por qué asumir tanto riesgo. La respuesta la tiene él y sólo él. Lo que queda claro es que a nadie beneficia forzar de esa manera la máquina. Ni al cantante ni al público, que tanto le debe y admira, pero no hasta el punto de verle sufrir así. 

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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