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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Con estallido o con susurro

En 1989 escuchaba hablar a Jorge Riechmann de su preocupación por el medioambiente desde un estúpido escepticismo prejuicioso

Manuel Rodríguez Rivero
Dibujo sobre el hundimiento del Titanic.
Dibujo sobre el hundimiento del Titanic.GETTY IMAGES
1. ‘Titanic’

Conocí a Jorge Riechmann a finales de 1989. Con apenas 28 años ya era un poeta conocido entre los de su generación (había publicado su Cuaderno de Berlín en Hiperión), además de un buen traductor de poetas difíciles que me fascinaban: Char, Michaux. Le contratamos en Alfaguara para que tradujera El final de Horn, de Christoph Hein, un autor de la aún entonces RDA, en cuya vida, dicen, se basa muy libremente la película La vida de los otros (F. H. von Donnersmarck, 2006). La extremada timidez de Riechmann me impresionó aun antes que su aguda inteligencia y su gran sensibilidad y cultura. Había estudiado en la Humboldt de Berlín y, además de lo dicho, era matemático, filósofo y sabía un montón de literatura alemana: todo lo que a mí me faltaba (y todavía). Fue, además, el primer marxista verdaderamente ecologista (y no por cálculo político) que conocí en mi vida. Recuerdo también que, entonces, sentado frente a él en mi despacho de la editorial, le escuchaba hablar de su preocupación por el medioambiente desde un estúpido escepticismo sustentado en mi ignorancia o en mis prejuicios: mi conciencia ecológica era embrionaria y estaba lastrada por el prejuicio de que “verdes” y “ecologistas” eran el último invento del imperialismo para distraer a la izquierda de sus “verdaderos” objetivos. Aquella suspicacia respecto a alguna de sus ideas se repitió años más tarde, cuando en otro encuentro me dijo que estaba esforzándose en dejar de comer carne (¡con lo que a mí me gustaba!). Personalmente, no he tenido con Riechmann mucho contacto, pero leo su poesía (¡y conste que es muy prolífico!) y estoy al tanto de su cada vez más coherente compromiso con lo que antes podíamos llamar conservación del medioambiente; y leyendo sus ensayos, sus artículos y sus panfletos acerca de la catástrofe socioecológica que tenemos encima (y debajo), me he envainado muchas veces aquella ridícula superioridad moral mía. Riechmann tiene razón, aunque casi todos —empezando por él mismo— preferiríamos que no. Su último ensayo, Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros (Ediciones MRA), no es precisamente un libro para pasar el rato; ni su asunto fundamental, el colapso civilizatorio, un buen tema “para ligar”. Riechmann parte de que ya no se puede detener la catástrofe, porque la lógica y la evolución del capitalismo “fosilista” desde los años setenta del siglo XX hacen sospechar que ya no habrá tiempo “para transiciones sociecológicas razonables”. Ya estamos, viene a decir —y perdonen la simplificación en mi glosa del libro—, en tiempo de descuento. Y lo mejor que podemos hacer es prepararnos (conocimiento, activismo, exigencia de saber la verdad, cambio de mentalidades) para lo que venga en este “siglo de la gran prueba”, cuando la población llegue a los 10.000 millones, las fuentes fósiles de energía se hayan agotado, las emisiones de gases letales saturen la atmósfera y la catástrofe medioambiental provoque lo que no hemos querido ni podido evitar. El Titanic —Riechmann reutiliza el símil— ya se ha topado con el iceberg, y lo mejor que podemos hacer es aceptar lo inevitable y organizar el salvamento, sin autoengaños ni mixtificaciones: de eso va el libro. O dicho de otro modo: “No son promesas de un futuro mejor lo que podemos enunciar sin mentir, sino más bien posibilidades de futuros menos desastrosos”; tenemos que aprender a “colapsar mejor”, incluso a elaborar el duelo por lo que perdemos, mientras seguimos luchando contra el sistema que impone la catástrofe, sin optimismo, pero sin desesperanza, lo que no es imposible. Eliot afirmaba que el fin del mundo no vendría con un estallido, sino con un susurro: Riechmann nos hace ver que el proceso empezó hace tiempo. Y nos lo cuenta en este importante y nada complaciente ensayo. No lo lean si desean seguir bailando en la cubierta del Titanic mientras, por ejemplo, Australia se calcina.

2. Japonismos

La bibliografía española del gran japonólogo Lafcadio Hearn (1850-1904), de cuyo nacimiento se conmemora el 150º aniversario, es copiosísima desde que Julián Besteiro —sí, el mismo— tradujera tempranamente (1907) su Kokoro, impresiones de la vida íntima de Japón. Hearn —o Yakumo Koizumi, que es el nombre que adoptó— era hijo de madre griega y padre irlandés. Periodista y narrador (le gustaban especialmente los relatos de fantasmas), cuando llegó a Japón experimentó una fascinación absoluta por una cultura que pronto dejó de serle extraña: cambió de nombre, de religión, se casó con la hija de un samurái, con la que tuvo cuatro hijos, y se entregó a comprender y hacer comprender los modos de vida, las costumbres y el folclore de aquellas tierras. Sus recopilaciones de cuentos de fantasmas japoneses —Kwaidan, En el Japón espectral, Kokoro— tienen numerosas traducciones a las lenguas españolas. A todos ellos se añade ahora el volumen —un estupendo regalo destinado a jóvenes lectores— Historias de fantasmas de Japón, que ha publicado Edelvives con ilustraciones de Benjamin Lacombe.

3. Cioran

Tusquets (Planeta) inicia su nueva Biblioteca Cioran, en la que, supongo, irá recuperando algunos de la docena larga de libros del rumano ya publicados en sus distintas colecciones. Entre ellos no están, sin embargo, títulos fundamentales como Breviario de podredumbre, La tentación de existir o El aciago demiurgo, publicados por Taurus (Random House) con traducciones de Savater, que han quedado un poco perdidos. Por lo demás, Gallimard ha publicado recientemente con honores de “descubrimiento” dos inéditos de Cioran —los papeles estaban olvidados en la biblioteca Jacques Doucet: Fenêtre sur le Rien y Divagations, ambos escritos entre 1943 y 1945—. En uno de ellos encuentro un “pensamiento” como para llorar de risa o reír de puro llanto: “La lucidez es al alma lo que el dolor de muelas al cuerpo”. Se lo diré a mi dentista.

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