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Visita a Cristino de Vera, tocando el sueño profundo

El pintor canario, con 88 años, busca la verdadera luz con sus maestros invisibles para la obra que vendrá

Juan Cruz
El pintor Cristino de Vera, en la fundación que lleva su nombre en La Laguna (Tenerife).
El pintor Cristino de Vera, en la fundación que lleva su nombre en La Laguna (Tenerife).PEDRO PERIS

Celestino de Vera se quedó horas, mirando las estrellas, bajo el silencio de Segovia. Su mujer, Aurora Ciriza, le preguntó qué pasó tanto tiempo al raso. “Hice cuatro años de universidad”. Ahora mira las estrellas desde dentro, camina por un pasillo que preside un ángel de sombras. Es la casa de un místico que a los cuarenta años ya inquietaba a sus amigos sobre la inminencia de la muerte.

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El 15 de diciembre cumplió 88. Ninguna de aquellas enfermedades que amenazaban las noches de su juventud se hizo presente. Ahora tiene ojo y medio, y con ellos se ocupa de los mensajes de las estrellas y del sueño profundo que hay en las cosas y en los libros. Pasó el tiempo en que interrogaba a las taquilleras sobre lo que venía a sus cabezas al final del día (“bocas, bocas, fila doce, fila trece”) o cuando interpelaba a los transeúntes (“¿sigue usted haciendo el amor?”).

Ya la calle no le dice nada. Sus dedos están como fueron los de su padre, árboles en las manos grandes que abrazan el aire. Su cabeza, coronada con un pelo negro que no ha podido clarear el tiempo, retiene nombres y frases y versos que recita como si estuviera en un púlpito. Ahora tiene sobre una mesilla hacia la que viaja con la lentitud de un pájaro cansado un ejemplar breve, Sobre el desprecio de la muerte, de Cicerón, su maestro, su libro de estilo. Su padre también le indicó de qué manera había que esperar el tiempo de la muerte: “Cree en la bondad, sé bueno y lo demás vendrá por añadidura”.

Le pregunté, pues, si había sido bueno. No ha envejecido realmente; en sus ojos dañados sigue habiendo la picardía de un chico de barrio (de Santa Cruz de Tenerife), y guiñándolos simula no recordar si fue o no bueno de chiquillo. Era la edad irresponsable. La influencia de su padre seguro que lo hizo bueno. Ser bueno, en esa filosofía que él desenvuelve como si fuera una carta, es no hacer daño a nadie ni tener envida de nadie, no enjuiciar, cuidar el ego y la vanidad. Además, ser silencioso, no excesivamente mundano.

A veces recupera la virtud de la queja. Pudo hacer más, pero la fallaron la pierna, la vista… Tiene un 60% de visión. Pero no da para pintar. A veces se va a parajes desiertos a hablar con su padre, y el viento le devuelve las respuestas. Ah, el libro de Cicerón lo lleva a Platón, otro sabio, que dijo: “La muerte y el sueño profundo son hermanos gemelos”. Se ha escudado en grandes sabios para ver qué opinaban de la muerte y no sufrir mucho. Cicerón le ayuda: “La muerte es un fenómeno al que todo el mundo teme”. La muerte no es el fin, es el principio, leyó. Sus lecturas son innumerables, como si hubiera sido insomne durmiendo. Cita y cita a sabios griegos y latinos. Sobre la mesa, donde solo hay agua del tiempo, surgen nombres: Stefan Zweig, Somerset Maugham, Juan Ramón Jiménez. Pintores como don Mariano de Cossío, Giotto, Piero de la Francesca, “mis maestros invisibles”, que le llevan a Dios, una nebulosa que ha ido tomando forma entre las estrellas de Segovia o en el sonido que su padre le devuelve en los desiertos acuíferos por donde pasea. “Ah, y Fra Angélico, y no olvides el Greco y Zurbarán”.

El padre le dijo que estuviera preparado para el cambio, cuando ya las pasiones sean también parte del dolor. Le oyes y parece que lo habitara un drama, pero al lado tiene a Aurora, que estimula sus horas, y la cabeza, que le devuelve música o versos. Él insiste en las pérdidas. Y esta es la que más le aturde: “Que los tiempos mejores ya han pasado. La vejez no lo es. Decía Platón que es una larga y penosa enfermedad”.

Con la pintura busca el silencio, “la mejor armonía, la callada luz. Mi último cuadro será buscando la verdadera luz con mis maestros invisibles que no veré nunca”. Hacia el ascensor le puso en las manos al periodista esta frase de Einstein que guarda en su cartera, en múltiples fotocopias, y que comienza así: “La emoción más hermosa y profunda que podemos experimentar es la sensación de lo místico. Es la fuente de toda ciencia verdadera. El que sienta esta emoción como extraña, que no pueda ya maravillarse y estar ensimismado en el respeto, está prácticamente muerto”. Luego regresa a su puerta y se adentra en el silencio en el que irrumpe, hacia el pasillo donde está el misterioso ángel de sombras, la sonrisa de Aurora.

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