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especial rolling stones
Columna
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La llama inextinguible

A los Rolling Stones los contemplan 58 años, y subiendo, de servicios en el rock

Una figura de calabazas imita el logo de los Rolling Stones en Alemania.
Una figura de calabazas imita el logo de los Rolling Stones en Alemania.RONALD WITTEK (EFE)

Al principio fueron los Beatles. Pero justo después, de inmediato, llegaron los Stones. O los Rolling, disyuntiva eterna en el campo de las nomenclaturas. No se trata de reeditar una rivalidad a todas luces anacrónica (aunque la cantinela Blur vs Oasis reviviera como tendencia en Twitter este verano: así nos va), sino de ponderar la importancia estratosférica de Jagger, Richards y su satánica compaña en la historia de la música popular. Que viene a ser la de nuestras propias vidas.

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Una vida sin parar de rodar

Una pequeña anécdota. Allá por 2004, la edición española de Rolling Stone se dispuso a preparar uno de sus reportajes divertidos y traviesos: ¿cuáles eran los peores discos, los inevitables traspiés, de los mejores músicos de la historia? Ya saben, Dylan y Self Portrait, el disparatado Trans de Neil Young… Esas cosas. Al llegar a los Stones, y tras un acalorado debate en la redacción, se concluyó que el principal renglón torcido sería Black and Blue (1976). Docenas de lectores respondieron furibundos en aquel mundo aún libre de tuiteros. ¿El LP de Fool to Cry? ¿El de Memory Motel, Hand of Fate o Hey Negrita? ¿Estábamos locos?

Moraleja: nuestros queridos Cantos Rodados son demasiado buenos como para haber conocido la mediocridad.

Les contemplan 58 años, y subiendo, de servicios en el rock. Tres de ellos, su particular ying/yang nuclear y ese bracero imperturbable llamado Charlie Watts, continúan a bordo de la nave desde el primer día. Todavía en pleno 2020 son capaces de acaparar titulares con singles inesperados, como el espléndido Living In A Ghost Town. Casi nada de cuanto escuchamos a 33 revoluciones por minuto, si está datado en los años sesenta o setenta, se comprendería sin su influjo. Ellos, que introdujeron el adjetivo stoniano en el ideario no ya de docenas, sino de centenares de bandas. Ellos, que fueron capaces de hilvanar la tradición del blues más primigenio en el léxico del rock británico. Los que llevaron a su biógrafo Stanley Booth a relatar el pasmo del guitarrista Bo Diddley cuando descubrió a “aquel rubio querubín inglés con un ojo a la funerala”, en referencia a Brian Jones, el desaparecido miembro fundador. “Tocaba la guitarra igual que Elmore James, que había aprendido de Robert Johnson, que había aprendido del mismísimo demonio”, referenció Diddley, pionero del Misisipi.

Solo un apunte aritmético. La suma de las edades de Mick, Keith, Charlie y Ron Wood supera a día de hoy las tres centurias. Y aunque no existen antecedentes de inmortalidad biológica, la suya es ya una llama inextinguible. Al pasar por Tokio en su mastodóntica gira (2006) de A Bigger Bang, los periodistas japoneses, siempre proclives a las preguntas desconcertantes, interrogaron a Jagger y Richards sobre sus preferencias musicales a la hora de franquear las puertas del Cielo. Los dos se inclinaron por Mozart: el Réquiem, anotó Mick; el Concierto de piano número 23, propuso Keith. “¿No preferirían que les recibieran con una canción de los Rolling?”, insistieron los informadores. “En ese caso compondríamos una para la ocasión, pero no la tenemos preparada. No hay prisa”, respondió el malévolo Richards.

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