La exposición que solo se escucha
Con ‘Audiosfera’, el museo Reina Sofía plantea una novedosa muestra sonora, sin objetos, imágenes ni jerarquías
En la nueva exposición del museo Reina Sofía no hay nada que ver. Esto, planteado así, a bocajarro, no quiere decir que la propuesta no tenga interés, o que no contenga ninguna obra de relevancia. Al contrario. Significa, literalmente, lo que pone: en Audiosfera no se exhibe ningún objeto, ninguna imagen, nada que pueda entrar por la vista. Comisariada por Francisco López, figura fundamental de la música experimental de las últimas décadas, la muestra propone una experiencia inédita: una incursión en el museo no para mirar, actividad a la que este parece inexorablemente ligado, sino para practicar, exclusivamente, la escucha.
Con más de 700 obras de unos 800 autores —algunos son colectivos—, la propuesta culmina el órdago que el centro de arte contemporáneo ha lanzado este año al arte sonoro, una forma de expresión sobre la que también reflexionan el Auto sacramental invisible de Niño de Elche; Que nos roban la memoria, de Concha Jerez, y la colectiva Disonata, que abarca el periodo fundacional de la reinvención artística del sonido, desde las vanguardias hasta los años ochenta del pasado siglo.
Audiosfera, abierta desde hoy hasta el 11 de enero de 2021, toma el relevo temporal de Disonata, partiendo de aquella década de transición, los ochenta, hasta llegar a la actualidad, una época marcada por el desarrollo de la tecnología y, en particular, por la irrupción de ese catalizador de autores, ideas y tendencias llamado Internet. “En cada momento se da un tipo de arte dominante”, explicó el director del Reina Sofía, Manuel Borja-Villel. “En los cincuenta fue la pintura; en los sesenta y setenta, la escultura; y en los ochenta, lo sonoro, solo que no ha sido estudiado ni entendido, porque fue canibalizado por los dispositivos que priman lo óptico”.
Esa “invisibilidad” intrínseca y la vez impuesta sobre el arte de factura auditiva se debió también al “cambio de paradigma” ocurrido en aquellos años, que engendraron una nueva forma de entender la creación alejada de los cánones de lo académico y las imposiciones de la industria. “El arte sonoro se convierte así en un fenómeno global y a la vez localizado, algo que tiene que ver con los cambios de dispositivos, como el casete, el ordenador portátil y el teléfono inteligente, que permiten desde el sampling [mezclar muestras de sonido] hasta la distribución fácil”, añade el director.
Imbuidos del espíritu disruptivo del punk, igualmente característico del inicio de la moderna era de la sonoridad, los responsables del proyecto han querido romper el molde de una exposición al uso en parte, también, por la circunstancia pandémica, que obliga a repensar todo lo que estaba establecido. Esa pulsión se nota tanto en la ausencia de elementos para consumir con los ojos como en la abundancia de artistas en oferta, cuyas creaciones se escuchan por medio de una aplicación diseñada para la ocasión por el museo (que también proporciona el dispositivo para la escucha, desinfectado tras cada uso).
Siete salas para 700 obras
Basada en un sistema de geolocalización, la aplicación va haciendo accesibles distintas pistas sonoras, distribuidas en siete salas a lo largo de 1.500 metros cuadrados. Se pueden elegir dos modos, el completo, con más de 700 obras, 21 de las cuales fueron encargadas por el Reina Sofía, y uno reducido, donde se proponen listas de reproducción aleatorias en cada estancia, estableciendo un recorrido de entre 1,5 y 2 horas. “No hay una jerarquía impuesta por el museo en lo que se refiere a qué artistas escuchar”, apunta Borja-Villel sobre esa manera novedosa de plantear la muestra. Del mismo modo, el comisario ha seleccionado autores sin categorizarlos, con algunos nombres establecidos, como los de Alva Noto, Anne Gillis y el recientemente fallecido Víctor Nubla, y otros más ignotos, como los de Wen Chin Fu, Terje Paulsen y Josten Myburgh.
Los audios se distribuyen en salas equipadas con sofás y teñidas de luces de colores, que se corresponden con diferentes temas. El recorrido plantea hitos del arte sonoro desde su genealogía, radicada en la cultura popular, hasta la práctica de la remezcla, que pone en jaque conceptos como la autoría y la originalidad. Entremedias, se examinan ideas como la influencia de las redes, la “megaaccesibilidad” propiciada por lo digital, la desaparición de nociones como las de instrumento y virtuosismo en favor del uso de la máquina, la desaparición de los intermediarios en el proceso de creación y la multitud de estéticas que emanan de este campo, sobre las que se van construyendo las subculturas. Toda una inmersión en la experimentación sonora de las últimas décadas que, resume Borja-Villel, “debería” allanar el camino para llenar el museo de diferentes sentidos.
Del arte postal a la creación doméstica
En los años sesenta, el colectivo Fluxus puso en marcha el concepto de mail art, el arte postal, con el que se quería diseminar la creatividad por todo el mundo. Aquel movimiento podría considerarse uno de los múltiples gérmenes de la revolución que marcó el devenir de la experimentación sonora y que abarca una constelación de transformaciones, como la reducción de los costes de producción, la cultura del “hazlo tú mismo”, la democratización de la distribución y la relación entre el autor y el oyente, cuya ratio pasó de ser de uno a muchos a de uno a uno. Con la llegada del casete y, a partir de ahí, los muchos desarrollos protagonizados por la tecnología, el arte sonoro descendió de su pedestal para entrar en cada vez más casas: aunque siempre, como en todos los ámbitos, las de aquellos que puedan permitírselo.
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