El hombre que llora
La intensa experiencia de asistir a ‘Mi nombre es alguien y cualquiera’, de las creadoras argentinas Laura Vago y María Zaragoza
Nos ponen en fila, con guantes y batas. Hay cuerpos tendidos. Yo no quería ver esto. Ni estar en esta especie de zulo que parece bajo tierra. Me habían advertido: “Es bueno, pero duro”. Caramba. Otro: “Es una propuesta sobre un duelo colectivo que todavía está pendiente”. Una espectadora: “Parece que se trata de dar cuerpo y experiencia física al hueco causado por la pandemia de la covid-19”. Oh, nada me apetece más. “Y no te preocupes: es corto, una media hora”.
Pensé lo que pienso siempre en estos casos: multiclaustrofobia. Seguimos escaleras abajo. Oscuridad, débil luz azul, caminar cada vez más abajo, silencio, o frases que no entiendo. Frases, quizás, de médicos y enfermeros alejándose, cargados de trabajo. ¿Dónde estamos? Hasta que de repente, alguien nos susurra y entendemos. “¿Os puedo decir una cosa? Si os digo una cosa para que se la digáis a mi mujer ¿os acordaréis?”.
Su verdad repentina nos hace mirarle. Sus ojos están empañados. Como la débil luz azul. Sigue hablando. Fragmentos, como restos de una monodia. “Marta, Marta querida… pasan los días, no sé cuántos y no has venido… no puedes venir, Marta, no es seguro, podrías contagiarte y yo no podría acompañarte… No quiero que sufras por nada, estoy bien. Aquí somos muchos, y todos vamos mejorando. Ellos también están solos, todos están solos, a ratos hay mucho ruido y después horas de silencio, nada. La única felicidad es saber que estéis bien, que estéis sanos, que no estéis aquí conmigo”. El hombre que llora lo hace porque, quizás, sabe que su mujer no puede verle. O porque piensa que no hay nadie a su alrededor.
Su verdad repentina nos hace mirarle. Sus ojos están empañados. Como la débil luz azul
Le cuesta mucho dormir solo, dice. Le vuelve un recuerdo. Aquel verano ardiente en la casa de sus padres, las tardes entre las viñas. Aquellas noches como un infierno, caminando de la terraza al lavabo para echarse en el suelo, porque estaba frío. “Qué feliz era, Marta, dándote la mano, cómo te echo en falta, las tardes entre viñas, la casa de agosto… lo único que hago día y noche es estar despierto. Tengo miedo de no estar preparado”. Nos cuenta que ha hablado con su compañero. Dice que tiene mucho miedo. “Lo que no he podido decirle es que yo tengo más miedo que él”.
Echa mucho de menos a sus padres. A mucha gente. “Celebrad la vida y volved a la casa de verano”. Nos dicen: es un fragmento de testimonio real, de los recopilados por las creadoras argentinas Laura Vago y María Zaragoza. El título es Mi nombre es alguien y cualquiera. Ha pasado, fugaz pero intenso, por los sótanos del Lliure de Montjuïc. El hombre llorando a chorros es Pol López. Posiblemente si no hubiera llorado como si se desangrase, si nos hablara como quien se lanza al agua metido en una botella, si no fuera un actor tan verdadero, no le hubiéramos creído como a uno de nosotros.
Anochece. Un viento tremendo. En la calle, Pol López sonríe, una sonrisa tímida, su hijo de la mano, juntos.
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