Tan excitados
Los bajos índices de lectura han ido dañando en tejido cultural del país
Un célebre pensamiento de Pascal encaja tan a la perfección con estos tiempos de pandemia que hasta se ha vuelto viral (adjetivo bien oportuno en este caso): “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”. Tal vez fuera mejor, añadió Kafka con humor, no salir de casa y quedarnos sentados a nuestra mesa, callados y solos, porque el mundo entonces no podrá evitarlo y se nos acercará para que lo desenmascaremos; extasiado, se contoneará ante nosotros.
Parece que algunos, durante el pasado confinamiento, prometieron, en caso de que se quedaron quietos y leyeran algo, ese contoneo cósmico a sus iletrados hijos, pero de nada les sirvió porque ni hubo contoneo ni pudieron contenerlos. Lo demás ya lo sabemos: en cuanto cayó el estado de alarma, revelaron su alma de juerguistas de nacimiento, y toda una legión de seres exasperados confirmaron lo mucho que –después de todo, los bajos índices de lectura no engañan– les había costado tener que encerrarse y dedicarse a actividades que les abrieran a la creación de mundos serenos, propios, a veces autosuficientes.
En el fondo, esos bajos índices, que antes nos parecían inofensivos, han ido dañando el tejido cultural del país, algo visible en muchos detalles, entre ellos en la fulminante aparición de ese batallón de excitados a los que, quizás por no ser muy dados a la lectura y al pensamiento reposado, el confinamiento dejó desquiciados y colaborando muy activamente en el rebrote de los casos víricos.
Tal vez fuera mejor, añadió Kafka con humor, no salir de casa y quedarnos sentados a nuestra mesa, callados y solos
He pensado en esa inolvidable aparición de los exaltados al acordarme, hace unos minutos, de Alan Pauls, al que en cierta ocasión le preguntaron qué le había impulsado en su infancia a leer y citó su “necesidad de garantizarse un cierto blindaje dentro del contexto familiar”, es decir, la necesidad de pasar horas en casa apegado a esa actividad llamada lectura y que tantas veces, en los años de infancia, también a mí –como a otras amigas y amigos escritores– nos protegió del extremo desbarajuste del mundo de los adultos. Años de infancia, de sigilosa introducción a ese mundo único de la lectura que tanto acaba de celebrar la gran Lídia Jorge al serle otorgado el premio de la FIL de Guadalajara de este año: “Tenía dudas sobre si el futuro rescataría a la literatura como la disciplina fundamental para todas las artes, pero ahora, con la pandemia, he dejado de tenerlas”
Me veo en todos esos primeros años de vida leyendo relatos en la colección Historias de la editorial Bruguera, aunque luego –ya es paradójico– una buena parte de la literatura que me ha gustado no ha tenido nada que ver con la que narra historias al estilo hollywoodiense y sí, en cambio, con la que inventa, por ejemplo, mundos que arrancan de lo biográfico o lo ensayístico –lo prosaico en el sentido cotidiano de la palabra– para pasar al reino de lo imaginativo. Pero eso seguramente ya es harina de otro costal, por lo que mejor dejarlo para otro momento.
Babelia
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