Las metamorfosis de Cat Stevens
Hace 50 años, una estrella del Londres pop se reconvertía en un cantautor de alcance universal
En la primavera de 1970, no se asumía la legitimidad del concepto de reciclaje musical. Abundaban, desde luego, los cambios de imagen y sonido, generalmente realizados con un plus de desesperación. Sí, funcionaba un tal David Bowie pero sabíamos poco de sus anteriores encarnaciones y realmente su único éxito era Space Oddity, de 1969. Por el contrario, Cat Stevens podía presumir de haber colocado tres temas en las listas desde 1966, aparte de componer pelotazos para The Tremeloes (Here Comes My Baby) y P. P. Arnold (el inmortal The First Cut Is the Deepest”).
Fueron cuatro años bastante raros. Tan intensos que Cat ni siquiera pudo cambiar de casa: siguió viviendo en su habitación de siempre, encima del restaurante familiar, junto al Soho. Convivían diferentes estéticas: hasta giró con un cartel que incluía a Jimi Hendrix, los Walker Brothers y el baladista Engelbert Humperdinck. De repente, desapareció; se filtró que estuvo a punto de morir por ¿una tuberculosis? Más chocante aún, abandonó el formidable pop orquestal de sus inicios por un sonido ascético, intimista, reflexivo.
Adiós a la carita angelical: se dejó la barba. Fichó por una discográfica libérrima, Island Records, que le permitió editar su nuevo álbum con el dibujo de un cubo de basura, obra del propio Stevens. Solo el artista y su círculo más íntimo sabían que el título, Mona Bone Jakon, era el mote del pene del cantante.
Tiempos extraños, insisto. Los nuevos cantautores establecían un paralelismo entre su música desnuda y el anhelo generacional por una vida más simple. Eran como su público, insistían. Pero no: Cat intuía que su combinación de virilidad hirsuta y delicadeza expresiva aceleraban su impacto. Incluso con el mínimo acompañamiento de su fiel Alun Davies, tocaba sentimientos secretos de sus seguidores.
Todo se descifraba. Cat escribía Lady D’Arbanville y enseguida era identificada con Patti D’Arbanville, modelo/actriz del círculo de Andy Warhol. Cat compartía productor, Paul Samwell-Smith, con una cantautora llamada Carly Simon y, zas, Stevens aparecía como posible protagonista de Anticipation o Legend on Your Own Time, creaciones de la neoyorquina. La mayoría de sus colegas hubieran alardeado de todas aquellas intimidades. Cat pertenecía a otra estirpe.
Ya conocen el resto. Tras una parada en el budismo, se convirtió al islamismo y dejó la música…por un tiempo. Osciló entre su nombre de creyente, Yusuf Islam, y su apodo artístico. La última vez que le entrevisté fue en unos jardines cordobeses. Como chiita, no parecía impresionado por los esplendores del califato. Pero logré que reconociera que aquellos primeros discos, de los que había renegado en 1970, aún sonaban impresionantes: “Todavía no sé cómo lo hacíamos. ¡Dos temas en tres horas de estudio! Es lo único que ahora echo de menos”.
Babelia
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