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Pilato, cooperador necesario

El historiador Aldo Schiavone revisa la figura del prefecto que juzgó a Jesús para explicar su ambigüedad y desterrar mitos: es inverosímil que se lavara las manos

'Ecce Homo', de Antonio Ciseri.
'Ecce Homo', de Antonio Ciseri.
Íñigo Domínguez

Pocas figuras hay en la historia como Pilato, que aparecen brevemente, con una sola acción, luego se volatilizan y dejan tanta huella. Además ha llegado a nosotros como una figura ambigua. El historiador italiano Aldo Schiavone publica en España Poncio Pilato. Un enigma entre la historia y el misterio (editorial Trotta), un entretenido libro que bucea en todo lo que se puede saber sobre él, en los Evangelios y en las únicas cuatro fuentes históricas halladas: textos de Flavio Josefo y Filón de Alejandría, una mención de Tácito y la inscripción en una piedra hallada en 1961.

Para el autor, Pilato se vio metido en un lío que ponía en riesgo los complejos equilibrios políticos de un país revoltoso y cuya cultura le resultaba bárbara e incomprensible. Para complicarlo más, el relato habría quedado desfigurado por la óptica antijudía impresa en los Evangelios, que buscaba también dejar bien a los romanos para que la nueva fe prosperara en el imperio, y fuerza situaciones incomprensibles a la luz histórica. Y como última tesis, Schiavone apunta que Pilato incluso llegó a comprender que Jesús estaba decidido a morir y no podría hacer nada para evitarlo. Es más, intuyó que debía colaborar en un diseño sobrenatural que se le escapaba, como una especie de cooperador necesario.

“Este el punto más delicado de toda la historia”, señala el autor al teléfono desde Roma. “Yo creo que se ocultó porque ponía en cuestión el equilibrio entre predestinación y libre albedrío, y sobre todo, la responsabilidad judía en la muerte de Jesús. El relato de Juan, el más preciso, traiciona esta realidad, esta profecía que se autocumplía, hay saltos en el relato que hacen evidente que ahí ha pasado algo. Pilato, tras el enésimo intento de salvar Jesús, se rinde, y dice: que se cumpla tu destino. Pero esto era difícil de decir, y los evangelios no lo dicen”. Así se explica, opina Schiavone, la ambigüedad de Pilato en la tradición y que Tertuliano, uno de los primeros grandes autores cristianos, dijera en el siglo II que el prefecto tenía “corazón cristiano”.

Schiavone sigue en su análisis los Evangelios, escritos décadas después del año 30, porque cree que “en la memoria hay un fondo de verdad descifrable, no quiere decir que sea todo falso, y lo que se puede verificar suele corresponder con los datos históricos”. Por el camino, dinamita estereotipos. El más famoso, el lavado de manos: “Es un gesto totalmente hebreo. Es impensable que un dirigente romano hiciera un gesto así en un proceso. Una incongruencia cultura y jurídica”, razona. “Pero era necesario que al lector judío le quedara claro que el prefecto no tenía nada que ver en el asunto”. Para el autor, es el punto cero en la genealogía del antisemitismo cristiano.

Habría otros elementos forzados. Como la introducción del pueblo judío como tal en el proceso a Jesús. Marcos y Mateo colocan a la multitud en el relato, frente al palacio de Pilato, para que comparta una responsabilidad que si no, solo recae en los sacerdotes. Sobre todo, en ninguna parte se explica el móvil: por qué la misma ciudad que recibe seis días antes a Jesús como un héroe cambia de opinión y exige su muerte. En la misma línea se sitúa el dilema público entre Jesús y Barrabás, otro personaje sin base histórica. “Es otra falsificación. Era necesario que el pueblo al completo se presentara en escena. Pero es totalmente irreal que se convocara una asamblea popular frente al palacio. Allí no había una plaza, un ágora, y quién la iba a convocar. Desde luego no los sacerdotes, los romanos no lo hubieran permitido, y tampoco los romanos. Lo más probable es fueran solo los sacerdotes con un pequeño grupo”.

Los sacerdotes, que veían en Jesús un peligro teológico y político, querían implicar a los romanos en su plan para eliminarle, usarlos como pantalla ante el pueblo, cuya reacción temían. Jesús, cree el autor, era un personaje conocido, destacaba en la tropa de predicadores e iluminados de Palestina en el siglo I. La acusación útil fue que instigaba a la insurrección. Roma gobernaba con el consenso, con alianzas con las aristocracias locales, y esto era aún más marcado en las provincias de Oriente, con civilizaciones más antiguas. No eran los bárbaros del norte que simplemente eran sometidos. En esa época se vivía en Judea un mesianismo apocalíptico, mezclado con la política y la resistencia al invasor. Los romanos, tan alejados de esta cultura, veían este lugar como una casa de locos. “Ninguna de las poblaciones sometidas había producido nada parecido a la Biblia”, dice el historiador.

Pilato temía una trampa, ser un instrumento de un ajuste de cuentas entre facciones, verse utilizado por sacerdotes saduceos para librarse de un adversario, y que eso desencadenara la ira popular. Los saduceos eran la aristocracia local, colaboradora con los romanos, y una minoría. De hecho, serían masacrados en la revuelta del año 66. Todo el interrogatorio a Jesús, según el relato de los Evangelios, es un tanteo de Pilato para saber qué se está tramando. Y revela que no tenía nada contra él, buscaba una imputación pero no la encontraba. Los textos no aclaran en qué lengua hablaron, probablemente arameo. En ningún sitio pone que Jesús hablara griego. Quizá hubo un intérprete. Jesús no se defiende en ningún momento y frases como “Mi reino no es de este mundo” descolocarían a Pilato que, en todo caso, percibió que no se hallaba ante un rebelde. Según Schiavone, más que un interrogatorio, se volvió “una conversación en la que Pilato parece cada vez más fascinado y turbado”, y casi un diálogo platónico. Hasta que, muy a su pesar, lo envía a la muerte.

Solo hay siete nombres propios en la Pasión: Judas, Anás, Caifás, Barrabás, Herodes Antipas, José de Arimatea y Pilato. Judas y Barrabás no tienen confirmación histórica, pero los otros cinco sí. Y Pilato es el más importante. No vivía en Jerusalén, sino en Cesarea, la capital, cerca de Siria. Ciudad pagana y con mar, más agradable. Pero aquella semana había fiestas y estaba en Jerusalén, 40.000 habitantes. Una ciudad grande en la época, pero todo estaba cerca. Los desplazamientos del relato evangélico son cuestión de calles. Aldo Schiavone apunta que todo comenzó probablemente el 6 de abril del año 30, jueves.

Pilato llevaba en Judea desde el año 26. Llegó con 40 años. No sabemos nada de su vida anterior, ni su nombre. Es posible que fuera Lucio o Tito. Su primer episodio conocido, relatado por Flavio Josefo, fue un incidente nada más llegar al cargo. Entró de noche en Jerusalén con las tropas, que llevaban insignias y retratos del emperador, algo que prohibía la religión judía, opuesta a las imágenes en la ciudad santa. Una multitud se congregó ante su palacio durante cinco días para que los retirara, y el sexto la situación estalló: mandó cargar contra el tumulto. Pero los judíos se tumbaron en el suelo dispuestos al sacrificio, algo que dejó estupefacto a Pilato. Comprobó que la religión era algo “pasional y decisivo” para esa gente, dice Schiavone, y eso condicionó su actitud posterior, para moverse con más tacto.

Tras la muerte Jesús solo hay dos menciones a Pilato, nuevos incidentes. Fue apartado después de diez años en su puesto y llamado a Roma. Como era invierno, año 36 o 37, no podía hacer el viaje por mar y fue por tierra. Pero justo entonces murió el emperador Tiberio, el 17 de marzo del 37, y no volvemos a saber nada más de él.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.
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