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Vida de santa

La italiana Alda Merini, poeta fundamental del siglo XX, relató hace tres décadas su paso por el manicomio en una mezcla de memoria y ensayo traducido ahora al español

Retrato de Alda Merini en su despacho en los años ochenta. 
Retrato de Alda Merini en su despacho en los años ochenta. 

Cuando tenía ocho años, Alda Merini (Milán, 1931-2009) perseguía a su padre para que le explicase el significado de la Comedia de Dante. Décadas después haría lo mismo con Pasolini para que le revelase el resorte de sus versos. Lo cuenta en Delito de vida, una biografía en teselas conversada con Luisella Veroli (Vaso Roto; traducción de Jeannette L. Clariond). Uno de los capítulos más famosos de la vida de Merini, una de las poetas fundamentales del siglo XX italiano, es su paso por el frenopático, relatado en La otra verdad (1986). En el prólogo que Giorgio Manganelli (tal vez el gran amor de su vida) escribió para la primera edición afirma que “no es un documento ni un testimonio de los 10 años pasados por la escritora en el manicomio. Es un reconocimiento, mediante epifanías, delirios, estrofas, canciones, desvelos y apariciones, de un espacio —que no un lugar— en el que en el vacío que dejan las costumbres y sagacidades cotidianas irrumpe el natural infierno y el natural numinoso del ser humano”.

Merini llegó al manicomio, dice, sin estar loca; el tedio de su primer matrimonio hacía que su mente se entumeciera y, tras una crisis que la llevó a la fuga, su marido llamó a una ambulancia que la condujo directamente al psiquiátrico. “Creo que enloquecí en el mismo momento en que me di cuenta de haber entrado en un laberinto del cual tendría muchas dificultades para poder salir”, afirma. Lo que sigue es un libro con muchas capas, que relata una vida de internamiento con escenas a medio camino entre el Dante de Doré y el Goya de Casa de locos. Pero también un ensayo sobre la débil frontera entre lo que llamamos cordura y lo que aceptamos como locura y, en definitiva, sobre lo que asumimos como “normal” y lo que desechamos por escapar a esa normalidad. Atada, acribillada a inyecciones, gritando, masturbándose a escondidas, Merini dice que no pedía más que entrar al mundo al cual pertenecía. Un ensayo este libro también en el que abundan las referencias freudianas y a la vez un diario en el que se resiste a renunciar a la búsqueda de un amor reducido a un cierto infantilismo tierno, a un cuidado hondo y amical.

La bipolaridad que sufrió en vida se refleja en la obra de Merini en una poesía en la que lo sagrado y lo erótico son hilos de una misma cuerda. Su poesía busca una ascesis en la vida similar a la de los místicos. “Me había construido una idea muy dulce, aquella de sentirme una flor que crecía en una franja de terreno desierto”. A la de los místicos, eso sí, que llegan a sus visiones tras una larga travesía. Una especie de María Egipciaca (a la que dedicó un poema en Temor de Dios, de 1955) hodierna que llegase a lo sacro a través de todos los posibles pecados de la mente y el cuerpo. O una Edith Stein cuyo Auschwitz fue el manicomio. En más de una ocasión traza paralelismos claros entre el frenopático y el campo de concentración: en las escenas de las duchas colectivas, o cuando Pierre, uno de sus novios, es “subido a una especie de carromato junto a otras bestias humanas” para ser llevado a un hospital para enfermos crónicos. “El alma se enrarecía cada día. Pues me volvía más espiritual, y desde aquella inmensa ventana, desde aquel gran tragaluz que iluminaba la sala, solía ver el descenso de los ángeles. Cuando se lo conté al médico, me dio una fuerte dosis de Haloperidol para las alucinaciones”, escribe en un paso de La otra verdad. Y en otro, igualmente cristalino: “Me ataron las manos y los pies y en aquel preciso momento viví la pasión de Cristo”. Las referencias a la religión católica son continuas en su obra. Baste citar algunos títulos: La carne de los ángeles, Cuerpo de amor. Un encuentro con Jesús, Francisco. Canto de una criatura… ¿Es Merini una poeta religiosa? En un poema de Tú eres Pedro (1961) escribía: “Cristiana soy mas no recuerdo / dónde y cuándo entró en mi corazón / todo este paganismo que vivo”. Siempre que mira a Cristo lo hace consciente del pene que esconde bajo sus escasas vestiduras, y más atenta al mensaje de sus heridas que al de sus palabras. Quizá sea la última mística. No reza con palabras vacías, sino desde el dolor de un abandono al que no encuentra justificación.

La singularidad extrema de la obra de Alda Merini reside en esa capacidad de sacralizar la vida, dotando a la palabra de una intensidad que convierte cada poema en una oración y cada acto en un intento de salvación. “Todavía hoy conservo intacto mi terrible secreto”, afirma en un momento de este libro, refiriéndose al trauma que cuantos la trataron buscaron sin éxito. Al final, viene a decirnos su obra, no hay más trauma que nacer, condenados a una vida en la que el dolor nos justifica y el placer nos salva sólo un instante, pues ya sabemos lo que hay al final del camino. ¿Y cuál es el sentido de la locura? La locura no existe, concluye: tan sólo el miedo a perder la cordura. No puede existir la locura si la realidad es aquello que percibimos por los sentidos, y por tanto nosotros somos la única realidad posible. El infierno somos nosotros. Y el resto de la Biblia, también.

La otra verdad. Alda Merini. Traducción de Carlos Skliar. Mármara, 2019. 140 páginas. 18 euros.

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