Salonen y Mahler, de compositor a compositor
El director finlandés dirige una 'Novena sinfonía' del compositor austriaco tan intensa y admirable como discutible
Gustav Mahler terminó la partitura en limpio de su Novena sinfonía, el 1 de abril de 1910. Lo sabemos por una carta a su amigo, el director de orquesta Bruno Walter. Fue la última composición que concluyó. Pero, para Esa-Pekka Salonen (Helsinki, 61 años), la obra está “básicamente inacabada”. El problema reside en que Mahler no vivió para escucharla, ya que su estreno en Viena, el 26 de junio de 1912, se produjo exactamente un año, un mes y una semana después de su muerte. Ese detalle, que también afecta a La canción de la tierra, es crucial para el director de orquesta finlandés, según aclaró, en marzo de 2010, a la revista Gramophone, y en relación con su grabación para Signum Records. Salonen no alude tanto a la dificultad de Mahler para precisar en una partitura todos los detalles sonoros de una sinfonía como a su forma tan pragmática de orquestar: “Recargaba conscientemente la instrumentación, para después poder ajustar la música durante los ensayos con la orquesta, y suprimir todo lo innecesario”, asegura.
El compositor austríaco aspiraba a la máxima claridad y transparencia sonora, especialmente en sus obras de madurez. Pero con una partitura tan densa y compleja como su Novena sinfonía, que requiere más de cien músicos sobre el escenario, no es tarea fácil. Prosigue Salonen: “En algunos pasajes de la cuerda, las líneas temáticas y secundarias chocan dentro de un registro muy limitado. Estoy absolutamente convencido de que él habría cambiado eso. También hay algunas armonías equivocadas en la partitura, pasajes en los que podría haber cometido un error, especialmente en el primer movimiento. ¿Cómo saberlo? Tan solo lo puedo deducir sobre la base de años de estudio, admiración y amor por su música”. El finlandés que, al igual que Mahler, compatibiliza hoy una prestigiosa carrera como director con una destacada trayectoria como compositor, reconoce nadar en “aguas traicioneras” con esta obra. Asegura que nunca se atrevería a vulnerar la instrumentación de Mahler, aunque asume decisiones personales para asegurar el equilibrio interno de su interpretación.
El resultado, ayer martes, en el Auditorio Nacional, y dentro del primero de sus dos conciertos en Ibermúsica, fue intenso y admirable, pero también discutible. Una Novena mahleriana de compositor a compositor. Pero también una lectura más centrada en la precisión del ritmo y la atención a las texturas, que al discurso y su expresión. La Philharmonia Orchestra sonó en estado de gracia en todas y cada una de sus secciones. Salonen dirige esta formación como titular, desde 2008, y como invitado, desde hace casi cuarenta años. Con ella empieza ahora su penúltima temporada como responsable musical, antes de pasar la batuta, en 2021, a su compatriota Santtu-Matias Rouvali, un talento excepcional de 33 años.
El extraño arranque de la sinfonía, en manos de Salonen, no evoca ese polvo en suspensión, del que hablaba Berthold Goldschmidt, ni tampoco el famoso latido irregular del corazón enfermo de Mahler, del que hablaba Leonard Bernstein. Fue un simple pasaje formado por trazas musicales, que Mahler tuvo intención de suprimir en una primera versión de la obra, y que sirvió a Salonen para impulsar el bello canto de los violines segundos, pero también el diálogo con la trompa. Quedó claro, en la exposición de este andante comodo, que el relato del director finlandés iba más de transparencia, equilibrio y diálogo, que de ese aluvión de despedidas representado tras las notas. En el inmenso desarrollo escuchamos detalles muy interesantes, en forma de texturas camerísticas o pausas retóricas en los calderones. Pero también hubo momentos menos logrados, como en Wie ein Kondukt, donde el compositor parece representar su propio cortejo fúnebre. La recapitulación discurrió con el piloto automático. Y la falta de tensión hizo inviable cualquier evocación de ese paraíso naturalista que pretendía Mahler.
Salonen volvió a tomar las riendas en el segundo movimiento. Y todo mejoró ostensiblemente. Escuchamos un retrato preciso, virtuosístico y un punto descarado de los ländler, aunque fue en los valses donde la orquesta inglesa sonó más impresionante y desinhibida, esos “salvajes vulgarismos” según Adorno. Pero lo mejor de la noche llegó en el rondo-burleske. Aquí Salonen lució su asombrosa capacidad para clarificar la pluralidad de voces tejidas contrapuntísticamente en esta compleja partitura. La intensidad no decayó un ápice en esa impresionante conjunción de secciones y episodios contrastantes. Una lectura extrema e inolvidable que se mantuvo hasta la coda, donde parecía que todo iba a saltar por los aires.
En el adagio final, Salonen volvió a la neutralidad del movimiento inicial. Pudimos vislumbrar, no obstante, ese abismo que retrata Mahler. Con dos temas, uno nutrido y otro fantasmal, donde quizá evoca la vida y la muerte, y conducen irremediablemente hacia el silencio en que se sumerge la coda adagissimo. El director finlandés reconoce, en Gramophone, su admiración por esa última página de la partitura. “Es como una evolución biológica a la inversa, con una frase musical que se va desmantelando poco a poco. Empiezas con sofisticación, y te vuelves una ameba, el más básico ADN de toda música”. Pero el crítico Julius Korngold identificó, en esta página final de la partitura, una breve referencia musical a la cuarta de sus Canciones para los niños muertos: “¡Donde brilla el sol! / ¡El día es hermoso en aquellas colinas!”. Sin duda, una mirada atrás para recordar a su hija Maria antes del final. Quizá sea la diferencia entre morir en un laboratorio, como propone Salonen, frente a hacerlo en el campo con el sol inundando tu cara. El concierto terminó con cuarenta segundos mágicos de silencio.
El director finlandés volverá a subirse esta tarde al podio del Auditorio Nacional para dirigir su segundo concierto en Ibermúsica. Un programa Beethoven-Berg con la obertura de El rey Esteban y la Séptima sinfonía, flanqueando las Piezas sinfónicas de la ópera Lulú con la soprano Rebecca Nielsen como solista.
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