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El mayor atraco de la historia de la URSS

El asalto a los grandes almacenes Molodezhni en 1986 por parte de antiguos policías y espías dejó un reguero de cadáveres

María R. Sahuquillo
Agentes de la policía cerca de un coche que se sospecha que usaron los atracadores de los almacenes Molodezhni en 1986, en una imagen aparecida en un documental.
Agentes de la policía cerca de un coche que se sospecha que usaron los atracadores de los almacenes Molodezhni en 1986, en una imagen aparecida en un documental.

Igor Kniguin y Valeri Fineev llevaban tiempo saltando de un lado al otro de la ley. Expolicías, despedidos del cuerpo con deshonor, decidieron cambiar definitivamente de bando. Escogieron el lugar para su gran golpe al milímetro: los grandes almacenes Molodezhni, en el oeste de Moscú. Y sumaron a la banda a un exmilitar y a un agente del KGB prejubilado. Personas con experiencia en la persecución de crímenes para cometer el que sería considerado como el mayor atraco de la historia de la Unión Soviética hasta la época. Un gran golpe que dejó un reguero de cadáveres.

Pero el plan del 14 de noviembre de 1986 no salió como esperaban. El mayúsculo robo de los almacenes Molodezhni fue una calamidad detrás de otra. Y llevó a sus autores a la tumba o a la cárcel. Todo con un secretismo inmenso. Hacía poco que la apertura de la perestroika había echado a andar, y las autoridades soviéticas se afanaron por tapar un acto criminal sin precedentes. No solo había sido cometido por antiguos agentes de las fuerzas del orden, sino que además destruía la imagen que se habían afanado por construir: que las organizaciones criminales y mafiosas solo existían en los países burgueses. Y en las películas.

La policía Vera Alfímova, asesinada durante el atraco.
La policía Vera Alfímova, asesinada durante el atraco.
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Los grandes almacenes Molodezhni eran unos de los pocos de la capital soviética donde se encontraban casi sin problemas jeans calcados a los estadounidenses y otras prendas estilosas, así que se había convertido en un lugar chic y donde los amantes de la moda se gastaban el sueldo. Y ese 14 de noviembre, viernes, era día de recaudación. Poco antes de las nueve de la noche, una pequeña furgoneta con tres agentes de seguridad del Banco del Estado aparcó frente al centro comercial. Dos de los uniformados bajaron y recogieron los ingresos y los depositaron en el vehículo.

La banda les esperaba lista para actuar. Valeri Fineev, vestido con su antiguo uniforme de policía, se acercó a una de las puertas. Igor Kniguin, el cerebro de la operación y también uniformado, se aproximó por la otra. Juntos acabaron con la vida de dos de los agentes e hirieron de gravedad al tercero antes de llevarse la saca con el dinero. En la calle paralela, el exagente del KGB Konstantín Golubkov les esperaba al volante de su coche, un Lada Zhiguli azul, preparado para la huida. El cuarto miembro de la banda, el exteniente Evgueni Subachov, aguardaba con varios cócteles molotov y dos granadas. Según el plan, debía lanzar el material para que la explosión les facilitara la escapada. Pero no lo hizo. Y todo se empezó a torcer.

Alertada por los disparos, la oficial de policía Vera Alfímova, destinada a la vigilancia de los almacenes Molodezhni, que ya había acabado su turno, entregado su arma y esperaba al autobús cerca, llegó corriendo a la furgoneta que debía llevarse la recaudación. Fineev y Kniguin también la mataron. En el corto trayecto con la saca hasta el coche, un hombre que paseaba a su perro les vio. Pero a ninguno de los dos exagentes les quedaba munición. Así que subieron al coche de Golubkov y salieron quemando rueda. El exmilitar Subachov, directamente, decidió tomar el autobús e irse a casa.

A las puertas de los almacenes Molodezhni se desató el caos. Toda la policía de Moscú se puso en alerta. Kniguin y su banda lograron llevarse más de 330.000 rublos; una cantidad con la que se podía comprar, por ejemplo, 57 coches Zhiguli, el coche más popular en la URSS, 250 reproductores de vídeo  —un bien de lujo— y 30 apartamentos comunitarios. O con la que que cada uno de los cuatro ladrones habría podido vivir durante 55 años en el hotel más lujoso de Sochi.

Los grandes jefes soviéticos llegaron a la escena del crimen. Entre ellos el primer secretario de la ciudad de Moscú, Boris Yeltsin, que en esa época trataba de dar un poco de apertura a la capital y a quien ese gran golpe podía costar la carrera. La prensa rusa no contó una sola palabra del suceso. Apagón informativo por “motivos políticos”, opina Issá Kostoev, reputado investigador policial, que encabezó las pesquisas de aquel atraco y habla hoy por teléfono con este periódico.

Mientras, el coche con los tres ladrones y el botín recorría las calles de Moscú. Sin llamar mucho la atención y dentro del límite de velocidad. Pero todas las patrullas buscaban un coche azul; más tarde y más precisamente un Zhiguli azul. Hasta que una de ellas le dio el alto. Se produjo un tiroteo en el que dos agentes resultaron heridos. También Golubkov, que ya no podía conducir. El expolicía Kniguin vio como una carga al exagente del KGB y decidió pegarle un tiro y arrojarle del vehículo. Kniguin y Fineev decidieron separarse. La saca con el dinero en efectivo, llena además de facturas, pesaba 45 kilos. Los atracadores no podían acarrearla. Así que la dejaron escondida en el vehículo. Fineev, aún con su uniforme policial, decidió tomar un taxi e irse a casa. Kniguin, que no quería alejarse mucho del botín, se escondió en el cuarto de calderas de un edificio cercano. Allí, cercado por la policía y sin escapatoria, se quitó la vida.

Issá Kostoev, que más tarde resolvería otros casos siniestros, como el del carnicero de Rostov, que mató a decenas de mujeres y niñas de 1978 a 1990, se encontró con varios muertos sobre la mesa y pocas pistas. Hasta que Fineev cometió otro fallo. Al llegar a casa quiso saber cómo estaba su amigo. Llamó a su casa y habló con la madre de Kniguin. El telefonazo tardío puso en alerta a los investigadores, aunque Fineev tenía una buena coartada. Supuestamente había estado en casa con su esposa y su hijo. Su familia lo confirmaba. “Pero algo no cuadraba. Por más preguntas que le hacíamos no reconocía que había llamado a la madre de Kniguin”, comenta el investigador. Presionado por la policía, Fineev, de 27 años, pensó que sus otros dos compañeros habían confesado. No sabía que el líder de la operación se había suicidado y que el cuarto miembro de la banda, el teniente Subachov, ni siquiera estaba en el radar de la policía. Así que cantó.

Con el robo de los grandes almacenes Molodezhni se destapó también que no era la primera vez que tres de los autores actuaban. Kniguin, de 30 años, era un líder nato. Había construido una pequeña banda criminal con la que había cometido tres asesinatos y se dedicaba a extorsionar a los líderes del floreciente estraperlo de Moscú. Había empezado cuando todavía lucía su placa policial, antes de ser despedido por “abuso de poder” y junto a su compañero Fineev, que también fue relevado de su cargo más tarde por violencia. Por el camino habían reclutado a Subachov, un teniente excluido del Ejército por “no ser apto para servir”. Para el gran atraco necesitaban una cuarta persona. Así que Kniguin pensó en Golubkov, jubilado del KGB, donde había pertenecido a una de las unidades de élite. Además, el exespía tenía coche.

De los dos supervivientes, Fineev fue condenado a muerte por fusilamiento. Subachov, a pasar diez años en la cárcel. No hay registros oficiales sobre su paradero.

Sobre la firma

María R. Sahuquillo
Es jefa de la delegación de Bruselas. Antes, en Moscú, desde donde se ocupó de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y el resto del espacio post-soviético. Sigue pendiente de la guerra en Ucrania, que ha cubierto desde el inicio. Ha desarrollado casi toda su carrera en EL PAÍS. Además de temas internacionales está especializada en igualdad y sanidad.

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