El cine de verano revive los pueblos
Varias iniciativas combaten el aislamiento cultural de la España rural entre julio y agosto con proyecciones al aire libre en localidades que nunca han tenido una sala o la han perdido
El árbol de Cortelazor debió de ser toda una estrella. Tanto que, al lado del enorme tronco, un cartel recuerda su época gloriosa: con sus hojas, “cubría toda la plaza y provocaba el asombro de los visitantes”. Desde luego, el olmo, que todavía se levanta en este pueblo de la provincia de Huelva, conserva cierto atractivo. Sin embargo, esta tarde, puede que encuentre un rival a su altura: dicen que vendrá a Cortelazor un viejo conocido, un mago capaz de contar grandes historias y enamorar.
Pero, ¿cuándo? A las 19.00, en la plaza de Andalucía, no hay traza de él. Una anciana observa el infinito y un hombre lee el periódico en la terraza del bar. Una plácida tarde cualquiera de verano. A las 20.00, una furgoneta aparca y descarga una veintena de sillas. Media hora más tarde, aparece otro vehículo. Dos hombres ayudan a Juan Fernández a sacarlo todo de su interior y disponerlo en el suelo: andamios, cuerdas, un telón blanco, un proyector. Un puñado de niños corretea, sus padres se conceden una cerveza, algún adolescente desfila y Adela Blanco Pérez, de 84 años, se asoma desde su casa a ver qué pasa. Ella recuerda cuando el hechizo se veía cada semana, “ahí, a la vuelta de la carretera”, pero hace medio siglo de aquello. Ahora, solo se produce una vez al año. Así que cuando las luces se apagan, el cielo también, Rodríguez pulsa el botón mágico y arranca Campeones, la plaza parece una fiesta. De los 340 habitantes empadronados, casi la mitad ha cogido sitio ante la pantalla. Ha vuelto el cine y nadie se lo quiere perder.
El regreso del séptimo arte, al fin y al cabo, es una excepción mayúscula. En España, solo un 4,3% de los 7.982 municipios españoles de menos de 50.000 habitantes cuenta con una sala, según el censo de 2019 de AIMC (Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación). Y más de un tercio de la población española reside en una localidad sin cine. Mientras Madrid se preocupa de cómo orientarse en una cartelera infinita, el dilema de los pueblos es más sencillo: coger el coche o nada. Desde Cortelazor, un antojo cinéfilo solo se satisface conduciendo una hora y media, hasta Sevilla o Huelva. Salvo en verano, la ocasión ideal para rescatar, al menos unos días, aquel placer perdido. Por toda España, de la extremeña Valencia del Ventoso a la gallega El Rosal, julio y agosto multiplican los programas públicos y privados que llevan el cine allá donde nunca estuvo. O se marchó. Porque muchos de estos pueblos tuvieron salas. Hasta que el tiempo, la despoblación y la crisis las cerraron.
En Veguellina de Órbigo, un pueblo leonés de 2.000 habitantes, llegó a haber hasta dos cines. Abrieron después de la guerra, pero en 1998 ya no quedaba ninguno. Así que, cuando Balbino Ferrero volvió a su tierra natal, pensó que “la gente había vivido la esencia del cine y se podría recuperar”. En 2014, lanzó Luna de Cortos, un festival internacional que durante una semana llena el pueblo de proyecciones breves. Este año, contaban con Rusia como país invitado y otorgaron un premio a su conterráneo Jesús Vidal, protagonista de Campeones. Con 12.000 euros —entre subvención del Ayuntamiento y patrocinios—, despliegan una programación que mezcla un concurso oficial con cine rural o experimental.
El proyecto público que llenó la plaza de Cortelazor no cuesta mucho más: 15.000 euros. Hace años que la diputación de Huelva lleva proyecciones a los pueblos que las soliciten. Apenas les exigen un espacio apto, apoyo de personal y que la población no supere los 3.000 habitantes. También hay que darse prisa: se aceptan todas las peticiones, pero se atienden por orden de llegada. El propio pueblo selecciona el filme, de entre un catálogo comercial. Y entonces, cada tarde veraniega, de lunes a viernes, Juan Fernández cruza la provincia con su maletero lleno de dinosaurios, vengadores y romances. “Solo sucede en verano pero el objetivo es que se amplíe de marzo a diciembre”, asegura en Cortelazor. A lo que el alcalde, Franco Javier de Pablos, reacciona rápido: “Que sepas que tenemos una sala preparada”.
“Me gusta que venga el cine. Me parece creativo”, confirma Yuvia Guarino Pérez, de 13 años. Acto seguido, sus amigas y las madres de estas estallan en una carcajada: “¡Qué bien te ha quedado!”. Entre todas, relatan que Cortelazor acoge una semana cultural, a veces pincha un dj, se organizan exposiciones y rutas de senderismo. Aunque Guarino tiene una debilidad por el día del “chopo”, cuando los jóvenes talan un colosal árbol, lo arrastran hasta el pueblo y lo apoyan frente a la torre de la iglesia.
“El resto del tiempo, cuando nos quedamos solos, no se hace nada”, incide sin embargo Isabel García Ortega, de 75 años. Su edad, en concreto, es la más afectada a nivel nacional por la exclusión cultural: solo el 9,6% de los mayores de 75 años fue al cine al menos una vez al año en 2015, último dato disponible del Ministerio de Cultura. García Ortega rememora todavía el cante de Antonio Molina en Esa voz es una mina, que vio en 1955 en la sala que entonces tenía Cortelazor. “¿También te enamoraste en ese cine, eh?”, la provoca su amigo Antonio López, de 59. Ella se ríe, pero echa balones fuera:
—No se crea nada de lo que dice este señor.
Ya sea cierto o no, es innegable que la atmósfera en Cortelazor evoca a Cinema Paradiso. “El cine crea un ambiente de encuentro y participación, una red social presencial”, sostiene Marta del Pozo, directora del área de Cultura de AUPEX (Asociación de Universidades Populares de Extremadura). Con la ayuda de la Junta y los Ayuntamientos, su organización también celebra desde hace años un cine de verano itinerante en los pueblos extremeños. La fachada de la iglesia, la plaza de toros o hasta un campo de fútbol. Dónde ver el filme es lo de menos, mientras esté. En 2018, realizaron 192 proyecciones, a las que asistieron 43.846 espectadores, en 50 municipios. “A veces vienen solo 10 niños, pero también hemos tenido hasta mil y pico personas. Y la gente al final coreaba: ‘¡Otra, otra!”, agrega Del Pozo. Cuando los más nostálgicos lo piden, incluso rescatan una costumbre perdida: el corte a mitad de película.
“Dame un buen filme y te llenaré un pajar”, resume Joaquín Fuentes, otro empeñado en la misma batalla. Con Proyecfilm, la empresa que fundó hace décadas, organiza proyecciones e incluso ha abierto ocho cines estables en pueblos. “En poblaciones de más de 7.000 habitantes, donde haya locales disponibles del Ayuntamiento, se puede sacar una mínima rentabilidad”, asegura. Y, si no, siempre está disponible para proporcionar una visita extemporánea. “Llevamos todo menos el público y la silla”, presume. Y añade: “El cine es vida en un pueblo. Si hay un filme en condiciones, de la proyección salen 100 personas, que luego se juntan en la calle o se meten en un bar”.
En el de Luis Miguel Blanco, en concreto, había una marea. El responsable del bar Maño de Cortelazor no vio ni un minuto de Campeones pero el filme debió de sacarle igualmente alguna sonrisa: no paró en toda la noche de tirar cañas para su multiplicada audiencia. Poco más allá, en la plaza, Juan Fernández también estaba alegre. Y eso que, a medianoche pasada, tendría que desmontar su cine y llevárselo. Mientras, aprovechaba para compartir otra anécdota: “Hace años, cuando aún usaba el proyector de 35 milímetros, me puse a descargar el material en Valdelarco [otro minúsculo pueblo de Huelva]. Y un señor de unos 90 años no paraba de repetir: ‘Qué barbaridad”. Finalmente, Fernández se acercó a preguntarle por qué estaba tan indignado. “¿Sabes lo que estás haciendo?”, le contestó el hombre. Y le contó que antaño también recorría los pueblos para regalarles sueños. Metía un proyector en una alforja, una lata de celuloide en otra, y echaba a andar. No necesitaba ninguna furgoneta: el cine lo llevaba su mulo.
Babelia
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