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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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¡Brrr, qué frío!

Lo mejor para combatir el calor es leer libros que sucedan en los polos y pensar en los que se publicarán en septiembre

Manuel Rodríguez Rivero
Imagen de la película de Isabel Coixet, 'Nadie quiere la noche'.
Imagen de la película de Isabel Coixet, 'Nadie quiere la noche'.

1. Antártida

Estuve compadeciéndome de una amiga que me llamó desde Toledo para decirme que en aquella “peñascosa pesadumbre” —como la llamó Cervantes en el Persiles, homenajeando al gran Garcilaso— habían sobrepasado los 40 grados centígrados, y que ahora comprendía lo que supuso el tormento de san Teopompo en el ardiente horno al que fue castigado por negarse a adorar a falsos dioses. Lo que yo ignoraba es que aquí, en Madrid, donde hace tiempo nos hemos entregado a la idolatría (¡Carmena, no te vayas!), no nos íbamos a quedar rezagados: constaté 44 grados (expresados en Fahrenheit aún impresiona más: 111,2) en el termómetro de la parada en la que esperaba resignado a las cinco en punto de la tarde —como patética contrafigura de Ignacio Sánchez Mejías— la llegada del autobús refrigerado que me condujera a otro círculo del mismo infierno. Total: calor, calorazo, en un ambiente espeso en el que el único aire que corría era el pegajoso vulturno. De modo que permanecí varios días sepultado en mi sillón de orejas, con las persianas bajadas, el ventilador echando humo, el Johnnie Walker y el cubo de hielo al alcance de la mano (solo me levantaba para reponerlos), mientras leía y/o hojeaba lecturas más bien frías. Literalmente. He releído a trozos, por ejemplo, Ártico. La batalla por el Gran Norte (Ariel), de Marzio G. Mian, la historia y crónica de la conquista y la salvaje explotación de ese no-continente en el que cada cual intenta sacar tajada, mientras se deshace ante nuestros ojos a razón (en Groenlandia, por ejemplo) de 375 millones de toneladas cada año. Seguí refrescándome con el entretenido Sin llegar nunca a la cumbre (Literatura Random House), de Paolo Cognetti, un relato de viaje sobre una expedición al Himalaya que no pretendía escalar ninguna cumbre (como sí intentan esas enormes colas de turistas que vemos en la tele). Continué con el Diario ártico. Un año entre los hielos y los inuit (La Línea del Horizonte), de la muy esforzada exploradora Josephine Diebitsch Peary (esposa de Robert Peary, el controvertido “descubridor” del Polo Norte), a quien encarnó Juliette Binoche en Nadie quiere la noche (Isabel Coixet, 2015). Pero el calor arrecia y necesito más droga dura y heladora; ha llegado el momento de recurrir a dos de las mejores novelas que se han escrito nunca sobre el continente de los hielos perpetuos: la Antártida, donde (como nos recuerda el poco fiable narrador de Muñoz Molina en Tus pasos en la escalera; Seix Barral) el almirante Byrd se refugió varios meses en una cueva de hielo para recabar datos científicos. La primera de esas dos grandes novelas (y la única que escribió su autor) es La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe (1838; varias ediciones en bolsillo); y la segunda, y más fría y espeluznante, es En las montañas de la locura (1936; varias ediciones), de H. P. Lovecraft. Confieso que con toda esta lectura (a la que he ido añadiendo algunos cuentos del Yukon, de Lack London, entresacados de los dos volúmenes de Cuentos completos; Reino de Cordelia) he conseguido refrescarme algunos ratos. Aunque, como vivo en Madrid, y aquí toda felicidad encuentra su castigo, resulta que se me ha estropeado el ventilador y se me ha acabado el whisky. Qué bochorno.

2. Avances

A lo mejor tiene la culpa el calor, que ha dejado a los editores de por aquí más mudos (salvo contadas excepciones) que los guerreros de terracota de la dinastía Qin (221-206 a. C.), pero lo cierto es que, cuando esto escribo, todavía son contados los avances editoriales para el otoño de los que tengo noticia. Nada que ver, por ejemplo, con lo de nuestros vecinos galos, que saben desde hace varias semanas (ver Livres Hebdo) todo lo que llegará a las librerías entre mediados de agosto y finales de septiembre, que son las dos fechas mágicas en las que se enmarca la esperada rentrée. Este año, por cierto, los libreros franceses dicen estar contentos porque, aunque desciende ligeramente la producción de títulos, entre los que llegarán a las librerías hay más nombres “de tirón”, empezando por nuevas novelas de las allí muy leídas Amélie Nothomb y Marie Darrieus­secq. Solo en lo que respecta a novelas y relatos, esta temporada tendrán para elegir 524 títulos, de los cuales 336 provienen de la francofonía y 188 son traducciones. Todo eso en un contexto bastante optimista en el que han crecido las ventas de libros en abril y mayo, y en el que, como se desprende de una encuesta del Centre National du Livre del Ministère de la Culture et de la Communication (nada que ver con la insuficiente política estadística de nuestro Ministerio y de la Federación de Gremios de Editores), los jóvenes franceses (entre 7 y 19 años) leen una media de seis libros por año (dos por prescripción y cuatro por placer), a razón de tres horas semanales (siete horas y media dedican a ver televisión y ocho a Internet). La encuesta ha aparecido casi al mismo tiempo que la noticia de que entre los big five de la edición francesa ya no están ni Planeta ni el grupo italiano RCS (Rizzoli-Corriere della Sera), que hasta ahora formaban parte del palmarés. Por último, y como curiosidad, según la revista Challenges, este año los propietarios de seis grupos editoriales figuran entre las 500 grandes fortunas de Francia: Josette Robin y la familia Lefebvre (libros jurídicos), Arnaud Lagardère (grupo Lagardère), Gallimard, la familia Esménard (Albin Michel), Jacques Glénat (Glénat) y Hervé de la Martinière (La Martinière). Ya ven, haciendo libros también se puede ser millonario; no tanto como los fabricantes de artículos de lujo (que siempre ocupan los primeros puestos del ranking francés de los superricos), pero suficiente como para sentirse la mar de satisfechos de haberse conocido.

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