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La violencia del populismo conservador

Entre el cúmulo de libros que se han escrito contra Trump destaca el de Corey Robin que sitúa el origen de la derecha política como reacción a la Revolución Francesa

Asistentes al discurso de Trump del Día de la Independencia, el pasado jueves en Washington
Asistentes al discurso de Trump del Día de la Independencia, el pasado jueves en WashingtonBrendan Smialowski (AFP)

En un célebre artículo sobre el caso Lewinsky (la joven becaria acosada sexualmente por el presidente Clinton en el mismísimo Despacho Oval), Norman Mailer explicaba que entre los deberes de los políticos se encuentra el de entretener a la gente. En su opinión, aquella historia formaba parte de dichas obligaciones. Parece que Trump hubiera aprendido mejor que ningún otro la lección. Su promesa, en palabras de Corey Robin, es que no aburrirá. “Eso le permite soslayar el hecho de que es un mentiroso, un narcisista, un predador sexual, un malhechor fiscal, un incompetente y un ingenuo”. Semejante acumulación de calificativos dedicada a quien es el gobernante más poderoso de la Tierra no es, sin embargo, únicamente una crítica a su personalidad. Porque Trump no es la causa sino la consecuencia de lo que hoy sucede en Estados Unidos.

El peculiar comportamiento de Trump no es la causa sino la consecuencia de lo que hoy sucede en Estados Unidos

Reconozco la seducción que me ha causado la obra de Robin sobre el movimiento reaccionario. Entre el considerable cúmulo de libros que se han escrito contra el actual presidente americano resulta difícil espigar alguno que aporte algo más que las obvias críticas que su peculiar comportamiento merece. Este profesor de Ciencia Política del Brooklyn College y la universidad pública de Nueva York aborda la cuestión desde una perspectiva diferente, enmarcándola en el devenir del conservadurismo en las democracias desde Edmund Burke hasta nuestros días. Jalona su tesis de agudos comentarios sobre el poder como objeto central de la batalla política e insiste en la importancia de su irrupción en la esfera privada y familiar. De acuerdo a sus tesis, el conservadurismo político emana históricamente de la resistencia intelectual contra la Revolución Francesa. A toda revolución, sugiere, corresponde una contrarrevolución, frecuentemente imitadora de los métodos revolucionarios, incluida la apelación a la violencia. Esta constituye por lo mismo una característica casi esencial de la derecha. “El conservadurismo es una ideología de la reacción”, y así se muestra en su batalla contra los movimientos de liberación de los años sesenta y setenta del siglo pasado, pero resulta ser “mucho más salvaje y extravagante” de lo que ordinariamente se piensa. Eso se debe a que en realidad el único programa de los conservadores es recuperar el poder allí donde lo han perdido, a la vez que los privilegios que de él emanan.

La historia del poder es por lo demás una historia de sumisión, de apoderamiento del otro. No hay en su opinión diferencias sustanciales entre la relación de esclavos y amos, incorporados aquellos al patrimonio familiar, incluso en afectos y añoranzas, con la moderna interacción entre las clases. Los conservadores no aman la libertad, pero, toda vez que tienen que transigir con ella en el mundo democrático, en vez de atacarla prefieren utilizarla como tapadera de la desigualdad, y esta, como justificación de la sumisión. Las personas son desiguales por naturaleza y deben ser libres por lo mismo para desarrollar sus capacidades. Frente al igualitarismo que la izquierda promete, los reaccionarios están convencidos de que un régimen de libertades es por principio un régimen de desigualdad. En la estela de Hobbes, el soberano en su tiempo y el sistema en la actualidad garantizan el disfrute de la libertad de hacer, de comprar, de vender, de establecer contratos, sin impedimento. Pero lo hacen a cambio de la sumisión al propio soberano. De donde llega a extrapolar la provocadora teoría de que “la subyugación es emancipación”. Un homenaje quizá a la aseveración de Sartre cuando afirmaba que lo esencial de la libertad es la lucha por conseguirla, de modo que nunca habría habido más libertad en Francia que durante la ocupación nazi.

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No es difícil encontrar también ecos de esta formulación en el actual desarrollo de los llamados tigres asiáticos, cuando las dictaduras benevolentes como Singapur, o menos benevolentes como China, presumen de su eficacia a la hora de responder a las crisis financieras mejor y más rápidamente que las democracias occidentales. E incluso de haber generado más bienestar económico y una mayor nivelación de las clases medias. Insiste el autor en matizar y describir la paradójica relación entre conservadores y capitalismo, rechazado este en la medida en que el beneficio económico y el enriquecimiento se conviertan en el único objetivo de los operadores del mercado. El mercado es condición necesaria pero no suficiente para la épica conservadora, recelosos sus adalides del abandono por parte de los puros especuladores del sentido patriótico y la defensa de las esencias nacionales. La derecha reaccionaria, a veces contraria a las injerencias del Estado y otras entusiasta de su poder para conseguir sus fines, se fue aproximando a lo largo de los tiempos a la esencia del fascismo. Denuncia por lo mismo a la derecha prudente y moderada, eso que Vox llama hoy la derechita cobarde. Pues no se trata tanto de reivindicar o defender al antiguo régimen, frente al acoso revolucionario, como de reconstruirlo y modernizarlo a su manera tratando de construir una especie de nuevo antiguo régimen, “en un movimiento de masas ideológicamente coherente”. Fascismo en estado puro a mi ver.

Una vez que la política abandona a las élites y se apodera de las calles, izquierda y derecha tratan de encabezar a las masas. El movimiento conservador ha sido desde sus raíces populista. Por imitación del método revolucionario, pero también por su disposición a prometer al pueblo no tanto la desaparición de los privilegios como su participación en los mismos. Recuerdo a este respecto el comentario que escuché a un viejo republicano al hilo del estreno de la película Novecento. Tanto marxistas como fascistas odian a los ricos, me vino a decir. La diferencia es que los primeros quieren acabar con ellos como clase, mientras los otros solo aspiran a sustituirles.

Pero la clave de la tesis de Corey Robin es que el movimiento reaccionario necesita un impulso contra sus objetivos que le permita precisamente interactuar. Tras la caída del muro de Berlín, la década de los noventa parecía anunciarnos el disfrute de la felicidad. El poder imperial de EE UU se replegaba en homenaje al multilateralismo, Fukuyama diagnosticaba el fin de la historia, y Clinton se centraba en el desarrollo y poderío económico del país, con merma de su tradición militarista (“¡Es la economía, idiota!”). Los nuevos oficiales y el nuevo ejército eran los capitanes de empresa. Se comenzaba a hablar del poder blando y cosas semejantes. Hasta que sucedió la catástrofe de las Torres Gemelas. A partir de ahí, la derecha reaccionaria, personificada por George W. Bush, aunque dirigida y orquestada por el vicepresidente Cheney, encuentra en la lucha contra el terrorismo y las amenazas a la seguridad nacional sus argumentos prioritarios para recuperar el sentimiento patriótico y la razón de ser de EE UU. Fiel a su historia, el movimiento conservador utiliza el ejercicio de la violencia en el que se reconoce como seña de identidad. Se legaliza la tortura y se entroniza Guantánamo como modelo de eficiencia en la guerra contra el enemigo. Hasta nuestros días. Queda anegado así cualquier intento de tercera vía. Paradójicamente, el paladín de esta, Tony Blair, resultó su matarife con la invasión de Irak.

No es necesario compartir las tesis de Robin, muchas de ellas discutibles, exageradas o incluso tan populistas como las de la derecha que combate, para asumir que nos encontramos ante una obra meritoria por desigual que sea en algunos de sus capítulos. El último, sobre la era de Trump, fue escrito para una segunda versión del texto original y en hora temprana de su mandato. No le dio tiempo al autor de hacer un análisis pormenorizado del mismo e incluso apunta un ingenuo optimismo respecto a las dificultades que tendría el presidente para ser reelegido. Lejos de crucificarle, sus tonterías, incoherencias y bravatas siguen encendiendo la pasión de sus seguidores, y lo más probable hoy por hoy es que repita la victoria en las próximas presidenciales. Como el propio autor señala reiteradamente, el conservadurismo no es tanto una ideología como una postura o una forma de ser. Desprecia la ilustración en nombre de las emociones y por el momento avanza de manera preocupante en las democracias occidentales.

La mente reaccionaria Corey Robin. Traducción: Daniel Gascón Capitán Swing, 2019. 328 pág. 20 euros

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