Como si fuera el último libro
A sus 81 años, Theodor Kallifatides ha recuperado en la Grecia devastada por la crisis la necesidad de la escritura
Es verdad esta vez: quien toca este libro toca a un hombre. Pura fibra. El escritor se queda sin palabras, el teclado mudo. Es griego de la diáspora, desde 1964 vive en Suecia y en el idioma sueco. Y de pronto el silencio cae sobre Theodor Kallifatides, de 81 años. En su tierra natal resuenan secas la humillación y la pobreza. La Suecia socialdemócrata que lo acogió se enreda “en los tentáculos del comercio”. Su literatura, celebrada por miles, lo aguarda en un departamento que cae sobre él como una memoria sorda. Antes, donde se encontrara, lo hallaba el trabajo, la fertilidad era rutina. Su vida y su alma iban juntas al encuentro de la escritura.
La crisis del mundo, la pobreza que desde 2008 corroe la espina dorsal de su país natal y de su tierra adoptiva le paralizan, pues, el lenguaje mismo. Deja el estudio, vuelve a la casa, pero con él no conviven ya las ideas o las metáforas. Kallifatides no existe. “Lo malo era que yo no tenía idea de qué era lo que me impedía escribir”, dice. La editorial sueca le ofrecía “copiosos anticipos” para que escribiera lo que quisiera. Pero no había escritura. De pronto, regresó a Grecia. Atenas. “Nunca antes había visto mi ciudad así. La pobreza era una vieja compañera, pero aquella indigencia, no”. “Los griegos con su orgullo” (como decía la madre), pero esta devastación era una peste que ensangrentaba las plazas. “Me volví griego de nuevo”. El espanto le abrió los ojos, y el alma.
Al teléfono desde Suecia y luego por correo electrónico, Kallifatides suena rabiosamente humano, como en Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg, traducción del griego moderno de Selma Ancira). Austero, esencial: quien habla es el mismo hombre que escribe estas 133 páginas intensas como la carta de un moribundo que regresa a la vida, y a la escritura, gracias al idioma. A las palabras. Su abuela decía: “Las palabras no tienen huesos, pero los rompen”. La visión de Grecia, aquella devastación, lo puso a escribir de nuevo, a restaurar la voz y los huesos. “Sentí”, dice, “que había venido a casa, pero la casa no eran las circunstancias físicas, sino la lengua materna. Su potencia, su suavidad, su dulzura estaban en mi sangre, eran mi sangre. Fue un maravilloso sentimiento de seguridad: mientras dispusiera de mi lengua estaría vivo y sería un ser humano”. El libro es la expresión de ese redescubrimiento: un hombre escribiendo lo que ve, una tragedia griega contada con la música que le enseñó su abuela. Los huesos otra vez en su sitio.
Él ama el sueco y ha escrito casi todos sus libros en ese idioma, pero sintió siempre “que algo faltaba, que algo permanecía sin ser dicho”. “Y escribí este libro como si fuera a ser el último de mi vida”. Un testamento de amor por la lengua, que es como decir la misma tierra. El griego como suelo y como aire. “Aquellas palabras (así acaba el libro) salvaron en mí lo que pudieron haber salvado. ¿Qué importancia tenía en qué rincón del mundo viviera?”. Era el primer libro en griego en medio siglo: la infancia era la patria que volvía en la lengua sin cuya potencia o dulzura se había quedado mudo meses atrás.
No fue el fulgor oscuro de los dramas, o no lo fue tan solo, ni el redescubrimiento de su familia o de sus barrios, sino el resplandor de una lengua que aún tiene la sal y el espíritu de los cantos de Homero. Se preguntó, en la conversación que tuvimos luego por e-mail: “Me sentí libre y confortable, y al tiempo un poco triste. ¿Sería capaz de seguir escribiendo o fue el final? Bueno, no es el fin. En esencia, fue un nuevo comienzo”.
“La escritura es como un manantial”, escribe Kallifatides. “Los años pasan y mi sombra no hace sino alargarse”. Mientras va rememorando las frustraciones que acompañan su silencio señala algo que relató Philip Roth: “Uno no puede escribir cuando los recuerdos lo abandonan”. Ese era para él el problema. En un momento, en su pueblo natal, grita como si acabara de nacer. En el homenaje que le ofrecen suena Esquilo. “Aquella lengua era mi lengua”. Iba a escribir “en un idioma que durante 50 años no había utilizado para la literatura”. Abrió el ordenador: El año pasado, en invierno, unos cuantos días antes de Navidad, me invitaron… “No escribía. Hablaba. Una palabra se unía a la siguiente como si fueran hermanas gemelas. No tenía miedo de cometer errores, aunque sabía que los cometería. Era mi idioma. Era mi idioma. No me sentí cohibido, no tenía necesidad de impostar la voz”.
Unos chicos, recitando a Esquilo, lo habían devuelto a su tierra, a su lengua. Le devolvieron la vida. Lean esta prosa: es un poema y es un hombre.
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