Sin epístolas, con pistolas
Cuanto se dice en la puesta en escena de Carlos Saura tiene el valor de la semblanza rotunda y sugestiva que García Márquez hace de lo sucedido a su abuelo, el coronel Márquez Mejía
Es más frecuente hacer cine inspirado en obras teatrales que llevar películas al escenario, pero ambas cosas son factibles dada la duración similar de proyecciones y representaciones. En cambio, aunque teatralizar novelas es habitual desde que Lope y Shakespeare saquearan las de Matteo Bandello, novelar comedias es apenas plausible: resulta más agradecido condensar textos que estirarlos. Como novela breve, El coronel no tiene quien le escriba se presta a la escenificación mejor que Cien años de soledad, cuyo inicio se dramatizó en su día a la manera de Guerra y paz, el comienzo de la novela.
En el trasvase se han perdido personajes episódicos, descripciones hondamente poéticas pero quirúrgicas y objetos, materiales y circunstancias (el torbellino humano en el funeral, la llegada del circo en el barco del correo, la olla a presión de la gallera…) cuya simple mención resulta en extremo evocadora.
No obstante, cuanto se dice en escena tiene el valor de la semblanza rotunda y sugestiva que el autor hace de lo sucedido a su abuelo, el coronel Márquez Mejía, veterano de la guerra de los Mil Días (1899-1902), que esperó en balde la pensión correspondiente hasta su fallecimiento, en 1937. De niño, García Márquez solía acompañarle los viernes a la estafeta de correos, más divertido que esperanzado. Su abuela siguió aguardando la anhelada carta otros 10 años. Al morir, les dijo a sus nietos: “No se olviden de cobrar la pensión”. Dos décadas después, en París, solo, sin trabajo (el régimen de Gustavo Rojas Pinilla acababa de cerrar El Espectador, diario bogotano del que era corresponsal), inquilino de prestado, espigando papel y vidrio para subsistir, el novelista en ciernes entrelazó sus propias penurias con las de su pariente en las páginas de El coronel no tiene quien le escriba.
La versión teatral entra por el oído. Su puesta en escena es elemental. Carlos Saura perfila el interior de la casa con unos pocos muebles y saca las escenas exteriores a la corbata, sin que baje el telón preceptivo ni se oscurezca apenas el interior (en parte porque unos dibujos proyectados sobre el fondo nos indican que estamos en la cantina, la estafeta o la plaza: sería más limpio proyectarlos sobre un telón de boca o, al menos, desalojar a la mujer del coronel de su mecedora mientras se desarrollan las escenas a cielo abierto).
Imanol Arias es joven para interpretar al protagonista, pero a los pocos minutos consigue que aceptemos la convención. Fragua su personaje con minucia y convicción recurrentes, como si acometiese el tempo largo de una sinfonía. En su papel crepuscular, Cristina de Inza ofrece un vigoroso contrapunto cabal al idealismo de su malhadado compañero. Ovacionada en los saludos, Arias la empujó hacia delante para que recogiera de nuevo un premio merecido. Fran Calvo le imprime al médico perfil y relieve. El Don Sabas de Jorge Basante conjuga aspereza amable y untuosidad lacerante. Marta Molina hace valer un trío de personajes episódicos.
El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez. Dirección: Carlos Saura. Teatro Infanta Isabel. Madrid. Hasta el 30 de junio.
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