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IDA Y VUELTA
Columna
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La educación de Berenice Abbott

Sus retratados miran a la cámara con la franqueza de una confesión o se quedan ensimismados delante de ella

Antonio Muñoz Molina
James Joyce, retratado por Berenice Abbott en 1920.
James Joyce, retratado por Berenice Abbott en 1920.

Un artista joven es alguien que tiene mucha prisa. A Berenice Abbott le faltó tiempo para marcharse a Nueva York desde su pueblo en el Medio Oeste americano, y fue igual de rápida para darse cuenta de que el sitio donde tenía que estar en 1921 no era Nueva York, sino París, y para reunir el dinero que costaba un billete solo de ida en la tercera clase de un trans­atlántico. Berenice Abbott se cortó el pelo como un muchacho a los 20 años, y mantuvo ese corte invariable hasta que tuvo 90, el pelo ya muy blanco y la cara llena de arrugas, pero los ojos claros con el mismo brillo como de faros de automóvil que ya tenían en sus primeros autorretratos de los años veinte. En Nueva York Abbott había vivido en el gueto de bohemia romántica de Greenwich Village, poblado de artistas hambrientos y de mujeres audaces que publicaban revistas literarias de vanguardia, casi panfletos extremadamente bien editados y minoritarios en los que aparecieron los primeros poemas de e. e. cummings y de Marianne Moore, así como los primeros capítulos de una novela todavía inacabada de un extraño irlandés que vivía en París en una especie de digna indigencia, James Joyce.

La expectativa, la promesa de algo mejor, siempre estaba en otra parte. En Springfield, Ohio, el lugar a donde ir había sido Nueva York. En Nueva York, el lugar de la promesa era París. Berenice Abbott era una adolescente valerosa con vocación de escultora que empezó ganándose la vida como modelo, y que más bien por azar, ya en París, se hizo asistente de Man Ray en su taller de fotografía y muy poco después dio el paso siguiente de convertirse en fotógrafa ella misma. El artista joven, aislado en su provincia, lee en las revistas y en los libros nombres propios que para él adquieren un prestigio heroico. En París vivían entonces algunas de las personas a las que designaban esos nombres y Berenice ­Abbott tuvo la oportunidad de conocerlas y en ocasiones de retratarlas. Da la impresión de que llevó a la fotografía una sensibilidad hacia el volumen de la plena presencia que le vendría de su formación como escultora. Sus figuras resaltan contra el fondo con la rotundidad de las tres dimensiones. Es importante no olvidar lo joven que era, la rapidez asombrosa de su aprendizaje. La asistente que se ocupa de tareas auxiliares en el estudio del maestro al cabo de muy poco tiempo da muestras de una solvencia indudable. Sus retratados miran a la cámara con la franqueza de una confesión o de un desafío o se quedan ensimismados y perdidos delante de ella y parece que la fotógrafa ha desaparecido para dejarlos solos o ha ido a buscarlos invisiblemente al lugar recóndito en el que son ellos mismos. En algunos casos el retrato de Berenice Abbott es tan definitivo que se convierte en la única imagen posible de su personaje. James Joyce tiene para nosotros las dos caras de los dos retratos que le hizo Abbott: en uno, con el escorzo arrogante y un parche en un ojo, la corbata de lazo, la chaqueta blanca, parece estar ensayando una pose de artista; en el otro, de ocho años después, Joyce parece más perdido en sus imaginaciones y en la bruma de su casi ceguera, los ojos protegidos contra la luz por el ala del sombrero, los cristales de las gafas redondos y muy gruesos, un bastón de ciego entre las piernas.

Pero en la misma sala de la exposición hay otros retratos mucho menos conocidos de la familia Joyce que ayudan a desmentir, o al menos a matizar, la mitología del escritor solitario, Robinson autosuficiente en la isla del genio. Cerca de Joyce está Nora, la esposa desconfiada que mira de soslayo a la fotógrafa, sospechándola cómplice de las calaveradas y las alucinaciones de su marido incompetente, que la arrastró a Trieste y luego a París y solo le ha dado hijos, disgustos y pobreza, y un libraco macizo como un ladrillo que ella ha preferido no leer; y también anda cerca la hija, Lucia, de perfil, muy joven, con algo de infantil y algo de obsesivo y determinado, con ese aire de pájaro que hay en la cara de su padre, pero no en la de su madre, la hija bien amada que según pasen los años se irá extraviando en el trastorno mental, aunque ella no lo sospeche entonces, en ese momento de 1927 en el que posa para la fotografía, con el pelo muy corto, el flequillo, la raya, el simulacro de lo masculino que ejercen tantas mujeres en los retratos de Abbott, heroínas de una libertad que estaba inventándose justo entonces.

Berenice Abbott estaba alerta en París a la vibración del presente: y sin embargo, al mismo tiempo, descubría a un maestro que pertenecía a un pasado en rápida demolición, el fotógrafo de un París de tan solo unos años atrás que ya era pura arqueología, de callejones estrechos, comercios antiguos, oficios desaparecidos, Eugène Atget. Lo fotografió cuando ya era tan viejo que no le dio tiempo a mostrarle sus retratos. Fue a visitarlo con las placas recién reveladas y Eugène Atget ya había muerto.

El artista joven encuentra a sus maestros en los sitios más insospechados. De las fotos de tiendas antiguas, callejones, vagabundos, escaparates de negocios ruinosos, que Eugène Atget había ido haciendo en el París de los primeros años del siglo, Berenice Abbott aprendió a mirar el mundo presente que estaba reservado para su talento. Abbott volvió a Nueva York en 1929 llevando consigo el gran tesoro inapreciado del archivo de Atget. Volvía para una visita, porque hasta ese momento había pensado que el lugar de su vida y de su trabajo era París. Pero nada más llegar a Nueva York descubrió que la ciudad se había transformado durante los años de su ausencia, y que al volver a ella no estaba visitando con melancolía y alivio el escenario de su pasado, sino llegando por fin, sin haberlo anticipado, a la ciudad de su porvenir, a la materia prima que mejor se correspondía con su talento, con todo lo que había aprendido en París. Nueva York se había modernizado mientras ella estuvo fuera, pero ella había necesitado esa ausencia tan larga para aprender a mirar la ciudad que ahora se desplegaba ante sus ojos.

Ya nunca se marchó de ella. La hizo tan suya que ya es como si la hubiera inventado. La Nueva York de los años treinta ya solo existe de verdad en las fotos de Berenice Abbott.

Berenice Abbott. Retratos de la modernidad. Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 25 de agosto.

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