Desayuno y banquete
La obra polifacética de Meret Oppenheim estuvo eclipsada por el éxito de ‘Le déjèuner en fourrure’, propiedad del MOMA
A Meret Oppenheim la conocemos más por fuera que por dentro. El ojo nervioso de Man Ray la capturó una y otra vez como sujeto cosificado, vulnerable y extraño. En uno de sus retratos más conocidos, la artista suizo-alemana (1913-1985) posa junto a una imprenta como una Venus andrógina, con su brazo derecho cubierto de tinta a la altura de la frente y una mano abierta que parece la cresta de un gallo. Un detalle importante está en el manguito de la rueda, colocado intencionadamente justo delante del pubis de la modelo, su órgano sexual masculino. Pero no hay que volverse loco. Man Ray no era un abusador ni un obseso, sino una mente desatada que contaminó muy positivamente a sus amigos y a la que entonces era su jovencísima amante, con quien le unía una gran complicidad hasta el punto de pactar las poses sadomasoquistas. Mucho más tarde, en sus memorias, el norteamericano dijo de su musa que era la persona más desinhibida que jamás había conocido. Como artista-poeta visual, Meret Oppenheim fue una de las pioneras de la estética de lo abyecto, sin caer en lo repulsivo, que llevaría a sus espeluznantes esculturas y diseños de ropa y joyas, objetos de pérdida temida, los llamó Freud.
El fetiche surrealista más famoso de todos los tiempos lleva su firma y es una naturaleza muerta con desnudo que en su-realidad no era más que una vulgar taza de té, con su platillo y su cucharilla forrados de piel de gacela china. Breton le regaló el título, Le déjèuner en fourrure (1936), en homenaje a la pintura de Manet y a la novela de Sacher-Masoch La Venus de las pieles. Con el tiempo, aquella ingeniosa y obscena alusión a los genitales femeninos se convirtió en imagen “familiar” y una de las más fotografiadas dentro del MOMA, que la había adquirido en 1946.
Más allá de aquel icono y de no pocos objetos—My Nurse Maid, Pair of Gloves— que abundaban en la erótica masoquista, la actividad artística de Meret Oppenheim llegó a otros terrenos nunca estancos donde predominaba la escritura de textos dramáticos, apuntes de sueños (sus padres eran psicoanalistas, y su abuela, una conocida pintora y escritora feminista) y versos. De su condición de poeta de primera fila da parte el sello Tresmolins, que ahora lanza, en edición bilingüe alemán-castellano, Un extraño continente, en algunos casos completada con la versión en francés, ya que Oppenheim escribía sus versos primero en este idioma y después en alemán, su lengua materna, lo que ha facilitado a Cecilia Dreymüller la difícil labor de traducir complejos vuelos asociativos y métricas muy variadas, rimas y aliteraciones a primera vista intransferibles a otra lengua.
Los poemas no siguen una métrica exacta, se mezclan haikús, tercetos, cuartetos y prosas ordenadas por bloques, de 1933 a 1937, de 1940 a 1980 y poemas del legado, intercalados con ilustraciones de sus obras poco conocidas —bocetos, grabados, óleos—, correlatos que alumbran un mundo mítico “de frías flores de risa” y “cocodrilos hechos de corazón”. “Son los artistas los que sueñan para la sociedad”, solía apuntar Oppenheim mientras cosía sus renglones con fantasías precisas, “negras palabras de los cisnes” prestos a dialogar en rimas y aliteraciones que se desatan en la experiencia de la lectura con golpes secos. Y cuando no son latigazos se acolchan en fundas o son “proverbios nutritivos” que desfilan en una galería de pinturas, ordenados en auroras, sombras, animales, sonidos selváticos. Entonces, el sueño sale de su letargo y camina por la tela dejando las huellas de sus garras, “fuentes de plumas”, “pellejos” y “pechos de piedras”. Todo es nostalgia en este extraño continente y todo al fin es un banquete.
Un extraño continente. Meret Oppenheim. Traducción de Cecilia Dreymüller. Tresmolins, 2019. 143 páginas. 18,50 euros.
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