Rufus Wainwright: algunos, maldita sea, lo tienen todo
El neoyorquino reverdece con banda completa la gloria de sus dos primeros álbumes y añade un homenaje inolvidable a Joni Mitchell
El ser humano es consciente de la gravedad del paso del tiempo cuando las efemérides y demás conmemoraciones comienzan a incumbirle. Rufus Wainwright es un hombre de cuarenta y pocos, acaso en la cúspide de su evolución creativa, pero anoche se nos plantificó en el Nuevo Apolo madrileño pera dar cuenta de la mayoría de edad de Poses, su fabuloso segundo álbum. Así que tuvimos que trasladarnos mentalmente hasta 2001, el momento en que Rufus dejó de ser hijo de dos músicos ilustres para relegar a sus papás a la condición de progenitores. Y sucedieron al menos dos cosas. La primera, el pasmo de refrendar que en los 12 cortes de Poses no se coló ningún borrón, pero sí dos o tres páginas para la posteridad. Y la segunda, la certeza de que todos los asistentes acumulaban las horas vitales de vuelo suficientes como para recordar con nitidez en qué andaban trasteando cuando Poses les sacudió por vez primera los corazones.
Porque solo puede haber sacudida, y no caricia sutil o ramplona indiferencia, cuando un aficionado con el oído mínimamente receptivo se enfrenta a un repertorio de semejantes dimensiones. Rufus, esta vez con banda al completo, quiso lucir plumas y ribetes de colores múltiples para irrumpir en escena al compás de Cigarettes and chocolate milk, una de sus melodías más contagiosas e instantáneas. Pero de inmediato, puesto que el guion lleva ya 18 años escrito, sabíamos que se sucederían la voluptuosidad mediterránea de Greek song, el clasicismo imperecedero del tema central, el inopinado calambre funk para Shadows, la frescura acústica con que California invita al balanceo, la solemnidad creciente y espiritual de Tower of learning.
En los 12 cortes de Poses no se coló ningún borrón, pero sí dos o tres páginas para la posteridad
Tendríamos que hacer escala en todos y cada uno de los capítulos, ya decimos: hay mucha más música en esos tres cuartos de hora que en una semana intensiva de radiofórmula. “Es difícil trazar la línea entre el pasado y el presente, ¿sabéis a qué me refiero?”, se preguntó Rufus McGarrigle Wainwright, primogénito del fabuloso Loudon Wainwright III y la divina Kate McGarrigle, príncipe rebelde en virtud de uno de sus propios títulos. Divo porque no se puede cantar y escribir de esa manera sin saberse tocado por la varita de los dioses. Rebuscado porque ya con 13 años intentaba escribir arias operísticas y ha desarrollado un pop barroco en el que nada, nunca, jamás, se reduce a los tres acordes pelados de siempre. Magnético por la gracia de la genética y de la tozudez, forjado a golpe de perseverancia por mamá Kate. Y divertidísimo cuando le da por la locuacidad porque algunos, maldita sea, lo tienen todo.
Espectáculo intrínseco
Desde aquel Rufus de belleza enfurruñada en la portada de Poses al de nuestros días, este neoyorquino medio canadiense se ha dejado crecer un bigotito de western y no ha querido teñirse sus ahora sienes plateadas. Tampoco acostumbra ya a lucir en escena tangas plateados o alas de angelote, como le vimos aquella noche de 2004 en la sala Aqualung. Pero el espectáculo, con o sin capa, sombrero de copa o lentejuelas, es intrínseco. Es él. Y no le pondremos mayúscula a esa É por aquello de que ahora cualquiera se pone enseguida susceptible.
Hay mucha más música en esos tres cuartos de hora que en una semana intensiva de radiofórmula
Wainwright nos suministró una de sus obras magnas (Want One, de 2003, sin duda resistiría también una lectura íntegra) del tirón: íntegra, por orden y sin comentarios intercalados. Asumiendo, como todos los grandes, que el elepé es la más genuina unidad de medida para la música popular. Pero ya antes nos había regalado otra hora en torno casi siempre a Rufus Wainwright (1998), el no siempre bien explorado primer álbum. Y ahí ya quedaba claro su inmenso rango vocal (Danny boy), las alteraciones ultrarrománticas de Foolish love, esa balada de querencias medio jazzísticas que era In my arms. Incluso el inusual aroma country que alienta Sally Ann, una pieza que no le recordábamos en Madrid y la canción que Leonard Cohen, al descubrirla, escuchó sin cesar durante dos días consecutivos. Y no es leyenda ni bravuconería: se lo confió a Rufus la propia Lorca, hija del inolvidable maestro silente.
Nuestro personaje esperó tres cuartos de hora para despojarse de la chaqueta, y entonces le descubrimos un estrafalario chaleco de lentejuelas sin camisa debajo: su vis de hombre espectáculo es irrenunciable. Pero quiso interpretarnos justo en ese momento Both sides now, el superlativo clásico de Joni Mitchell, con la única compañía de una pianista. Y esos tres minutos quedarán en la memoria como un fenómeno de belleza paranormal, un episodio sencillamente inenarrable.
Así son los seres divinos. Wainwright posiblemente tienda a divagar y sus dos creaciones operísticas o los sonetos renacentistas quizá le interesen mucho más a él que al común de sus oyentes. Pero pronto publicará canciones como Sword of Damocles, que anoche cerró la primera parte de la velada, y le habremos recuperado para el pop mayúsculo. Y entonces, como el locutor aquel, volveremos a pensar en barriletes cósmicos. Porque Rufus refrendó ayer que no juega en otra liga, sino en otra dimensión.
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