Lo que estoy diciendo no lo digo yo
Rogelio López Cuenca lleva al Museo Reina Sofía cuatro décadas de trabajo instalado en el cruce de la poesía con las artes visuales
Explica Rogelio López Cuenca (Nerja, 1959) que en los primeros años setenta, cuando era un chaval pegado a los libros, algo cambió en su manera de leer el mundo. Tiene que ver con la primera vez que desmontó un soneto renacentista y entre los endecasílabos encontró un reloj. También otras figuras como la antítesis, las paradojas o las metáforas, de las que ya nunca consiguió despegarse. Con ellas empezó a defender la posibilidad del lenguaje de ir al grano, pero no necesariamente por el camino más corto. También a ver cómo lo más profundo muchas veces está en la superficie de las cosas.
Se licenció en Filosofía y Letras y se volcó en la escritura poética buscando ensanchar las lógicas externas al aparato mental que domina la percepción de los entornos. En el suyo inmediato, su Málaga natal, fundó junto a otros estudiantes ese experimento llamado Agustín Parejo School, un colectivo que enlazaba con las vanguardias históricas más radicales dejando claro que no existía un ámbito privilegiado para el arte y que la calle podía ser tan interesante como el museo. Por aquel entonces, López Cuenca tenía 23 años y la necesidad de pensar en la idea de contexto como un espacio de conflictos. A los 27 esta idea lo llevó al himno musical junto a su grupo Peña Wagneriana y su Hirnos de Andalucía. ¡Ojú qué calor! Un bochorno que se siente justo al entrar en su exposición en el Reina Sofía, dedicada a esos años ochenta y esos primeros ensayos estirando el espacio de la ciudad y el lenguaje popular.
Todo lo que vino después ha llevado a su trabajo a uno de los campos de pensamiento más críticos e incisivos con el sistema contemporáneo de la cultura, desde las políticas migratorias hasta la memoria histórica, pasando por las nuevas formas de especulación urbana. Uno de los más lúcidos también, desde que el artista dio el paso a las artes visuales buscando otra contaminación positiva más allá de la poesía escrita. Algo que atragantase el lenguaje cotidiano. Un dispositivo generador de contrahistorias. Un lugar propicio a los accidentes y las casualidades, desde el que dejar el yo como poeta para hablar desde otro lado, desviando el uso de la norma lingüística. “Un espacio donde hablar entre comillas”, añade él.
Recorremos juntos la tercera planta del Edificio Sabatini para visitar Yendo leyendo, dando lugar, título de su primera gran antológica. Caminamos como quien traza un mapa situacionista de calculados pasos casi a modo de sabotaje, como las señales de tráfico que dislocan el paseo por las salas. También las obras han sido minuciosamente elegidas por Manuel Borja-Villel, que actúa como comisario, buscando las tensiones intrínsecas generadas por el artista en estas cuatro décadas de trabajo. Este artista sabe que el intrusismo es una de las actividades más saludables en el arte y que el florecimiento de las rarezas en los márgenes es lo mejor que le puede pasar a cualquier género, también al formato de “exposición retrospectiva de artista español en el Reina Sofía”. A eso también le pone unas buenas comillas mientras pasamos por delante de su Bandera de Europa, cuyas estrellas remiten a otras muchas marcas.
Su trabajo es uno de los campos de pensamiento más lúcidos y críticos con el sistema contemporáneo de la cultura
Esa permanente revisión sobre los contenidos que filtran los medios de comunicación y la publicidad le sirve para confeccionar un extenso archivo donde visibiliza las estrategias de producción de sentido e ideología que se ocultan tras las cosas que vemos, incluso esta exposición en el museo. La capacidad que tiene su obra de inscribirse fuera del museo genera cortocircuitos en diferentes sistemas de circulación social de imágenes, con lo que el artista pone en cuestión tanto la idea de obra de arte única como su espacio de contemplación convencional. Su intención no es más que “entorpecer” cualquier lectura fácil al respecto. Intentar saltar, evitar o sortear todas esas barreras que hacen que un objeto sea percibido como una obra de arte y plantearlo como otra cosa, como algo con lo que tienes que dialogar. Una de las cosas que más le importan para huir de los peligros de lo evanescentes que pueden ser las elucubraciones abstractas es siempre recurrir a ejemplos prácticos y experiencias reales. Y eso hace en sus obras: establecer esa economía política de la poesía en un fino juego de lenguaje donde nada es neutral. Cualquier cosa menos inocente.
Partiendo de una idea expandida de la práctica estética, el artista incorpora los afectos como eje fundamental en su trabajo, donde lo paródico y lo popular ocupan un lugar central, y utiliza de forma crítica el lenguaje mediático y otros relatos hegemónicos, tanto en el ámbito político-económico como en el sociocultural, para explorar las fisuras que se pueden abrir en ellos. En esos huecos habitan palabras como desmontar, desvelar, deshacer, desbordar, descomponer… También muchos de sus mejores trabajos reunidos aquí, desde su conocida Casi de todo Picasso, recreando la instalación de una tienda llena de souvenirs al modo en que en 2010 estuvo expuesta en la galería Juana de Aizpuru y que hoy forma parte de la colección de Helga de Alvear, hasta Málaga 1937 / Nunca más, un proyecto realizado junto al también artista Santiago Cirugeda en homenaje a las víctimas de la caravana de la muerte provocada por la caída de Málaga en la Guerra Civil, o Islas, una instalación producida especialmente para la exposición en la que el artista hace una relectura crítica de textos y grabados históricos relacionados con el “descubrimiento” de América.
Aunque más allá de los hechos concretos, su obra invoca el sentido común de la gente, subrayando la mentira de la publicidad, de la que todo el mundo es consciente, pero ante la que no hay reacción. Además, desborda y cuestiona lo historiográfico, desvela genealogías ocultas y señala los efectos históricos del colonialismo y el franquismo. Habla de las nuevas formas de desposesión material y simbólica que promueve el capitalismo y nos empuja a pensar en la credulidad de las cosas. Rogelio López Cuenca lo hace señalando las semejanzas y las diferencias, como funciona en la poesía, que él lleva a su lado más subversivo dando lugar a un espacio algo incómodo pero libre, el de la conciencia. El único capaz de romper la ortodoxia de las palabras y ensanchar la idea de lenguaje.
Yendo leyendo, dando lugar. Rogelio López Cuenca. Museo Reina Sofía. Madrid. Del 2 de abril al 26 de agosto.
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