Herralde, una ‘voz’ propia
El fundador de Anagrama repasa los 50 años de su editorial en los 44 textos de ‘Un día en la vida de un editor’
En medio siglo como editor —“el único oficio posible para mí”, dice—, Jorge Herralde solo ha tenido un único momento de desánimo. Fue una semana de 1980, acuciado por una epidemia de desencanto general que hizo tambalear el futuro de Anagrama. Lo solventó reorientando su catálogo de la política a la literatura, pero también desprendiéndose de su participación en Bocaccio, discoteca fetiche de la gauche divine barcelonesa, de éxito indescriptible por su sótano, donde era posible “el desmadre más explícito”. Le vendió las acciones a José Manuel Lara Bosch, hijo mayor del fundador del imperio Planeta, por la friolera de 1.200.000 pesetas. En principio, se hicieron un favor mutuo, pero hoy se antoja que hubo un solo ganador...
Si se acude con voluntad de espeleólogo o arqueólogo a Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama), décimo título de Herralde sobre su editorial y su oficio y donde evoca el episodio de Bocaccio, se puede descubrir, entre las 44 teselas del libro-mosaico, el retrato personal y la cosmovisión profesional de uno de los nombres fundamentales de la historia de la edición europea.
Impaciente de insensibilidad romana. Herralde (Barcelona, 1935) es tan reservado como de “encanto afilado” y “propenso al aguijonazo puntual”, admite de manera dispersa por el volumen. Twain y las aventuras de Guillermo de Richmal Crompton conformarán sus lecturas de infancia, también marcadas por el seguimiento de la Segunda Guerra Mundial desde La Vanguardia. “Perpetra”, de adolescente, poemas y cuentos. Chesterton y Woodhouse, éste punta del iceberg de su pasión anglófila, le llegará publicado por José Janés, cuyo catálogo conocerá en casa de un amigo. “Ahí atisbé la existencia de ese personaje entre bastidores, el editor; Janés fue el primer gran editor español”. Nace la pasión. Completan anaquel Hamsun, Hesse, el Dostoievski de los Karamazov y, sobre todo, Sartre y Camús —“Soy de izquierdas, a pesar de la izquierda y de mí mismo”, le leyó; y se lo aplicó—, sobrevenidos durante el largo periodo en que, con 22 años, enfermó de tuberculosis. No leía en catalán hasta dos años antes: básicamente, Pla (es fan de sus homenots, que han inspirado los perfiles que ha dedicado a sus autores) y Sagarra. Con el tiempo, casi se mimetizará con el mobiliario de Áncora y Delfín, su librería preferida.
A pesar de su pasión por el fútbol (lo jugaba en el cole “con gran entusiasmo y de forma poco memorable”), su vida ha sido muy sedentaria: levantarse a las 9.30 (se acuesta entre les 3.00 y las 4.00 de la madrugada, leyendo ensayos y biografías si es por placer); almuerzo líquido y, en dos minutos (vive muy cerca), a la editorial, sobre las 10.30; reuniones siempre muy cortas. Tras una rueda de prensa casi diaria con un autor con el que comerá y pasará por alguna librería, sobre las 19.00 se va a casa: prensa, tele, cena y lectura. Fines de semana, encerrado con originales (eso retrasa la comida hasta las 17.00) y un bolígrafo: no hay una pantalla ni en su despacho ni en casa (“soy off-line”). Detallista, impaciente compulsivo (“¿Y qué más?” es su latiguillo), admite que tiene cierta “insensibilidad romana”... pero para rechazar originales.
El trienio negro del desencanto. El ingeniero industrial de formación por presión familiar empezó a preparar Anagrama en otoño de 1967 viajando a París, donde visitó durante una semana librerías y editoriales. El debut, el 23 de abril de 1969. En 1972, aunque arranca fatal declarándose desierto, nace el premio Anagrama de Ensayo, por donde desfilará buena parte de “la materia gris de la Transición”. En 1973, la mitad de lo publicado pertenece a la serie Cuadernos Anagrama, de “papel más bien deplorable”, pero muy económicos (30 pesetas). Toda la izquierda heterodoxa está en un catálogo que es “el pantone de la contestación” (Trostsky, Mao, Baskunin...). Cuatro tesis filosóficas (1975), de Mao, será su primer best-seller. El territorio ideológico estaba bien dividido: el de Barral, Lumen y Tusquets, literario; Laia era eurocomunista y de cristianismo marxista; Península y Edicions 62 eran marxismo y catalanismo; Cuadernos para el Diálogo oscilaba entre la democracia cristiana progre y el socialismo... Se vive y se publica a rebufo del entusiasmo por la ruptura, que entonces no reforma, política. Hasta que llega el “trienio negro” (1977-1980): se da “una huida de los lectores políticos fruto del llamado desencanto; los títulos, de golpe, quedan obsoletos, igual que todo lo contratado para el futuro”. Ocurrirá algo parejo en Europa, tras la resaca de mayo del 68, disecciona Herralde: le pasará a sus colegas Feltrinelli, Wagenbach, Christian Bourgois... Desaparecerán revistas (Triunfo, La Calle, Ajoblanco...) y editoriales (Barral, Cuadernos para el Diálogo...). La tormenta es perfecta porque coincide con el hundimiento de la distribuidora Enlace, de la que era socio fundador. En 1980, Anagrama sólo podrá sacar 19 libros. Bocaccio mitigará la cosa.
Un catálogo de Louisiana. El radar o la pituitaria del editor para saber virar a tiempo y encontrar nuevas voces o tendencias ha debido ser frustrante para la competencia. Una clave está en sus inverosímiles fuentes: desde la Historia crítica de la literatura argentina (la mitad de su catálogo son hoy escritores latinoamericanos) hasta los propios autores que sugieren otros o el grupo de editores internacionales afines o la más nimia noticia en la prensa; pero también la lectura estrambótica del catálogo de la Louisiana University Press, que incluía una única novela: La conjura de los necios. La opción preferente la tenía otra editorial española, pero la desestimó. Herralde hizo una oferta modestísima de 1.000 dólares y una primera edición de 4.000 ejemplares. Hoy, la obra del malogrado John Kennedy Toole es un icónico long-seller de la casa y quizá la novela decisiva que la salvó junto a A pleno sol, de Patricia Highsmith, quinto título de la colección Panorama de Narrativas (el primero, Dos damas muy serias, de Jane Bowles, fue traducido por Lali Gubern, esposa y discreto puntal del editor y de la casa, donde lleva la contratación extranjera) y permitieron ir pensando en las Narrativas Hispánicas.
‘Esgrimas’ y hombres de negro. Contra la sana longevidad de Anagrama no ha podido ni la censura: en apenas un año, entre 1968 y 1969, el franquismo le “desaconsejó” la publicación de 39 títulos; su contraataque fue presentarlos a Censura ya publicados, a lo que fue respondido a secuestro limpio: solo entre noviembre de 1975 y enero de 1976 cayeron cinco libros. Otro tipo de obstáculo, más noble, fue el que significó Arnaldo Orfila, el editor de Siglo XXI, que en sus inicios se le adelantaba en los escritores que deseaba publicar. Uno siempre ha sido Borges; otro, Luis Martín Santos. Defensor a ultranza de la política de autor (“no vendemos libros, publicamos autores”) ha llegado a aguantarlos hasta que han despegado, como Manganelli (no lo hizo hasta el cuarto título) o Kapuscinski (hasta el sexto, con un Ébano que le llevó de los 2.000 a los 70.000 ejemplares). En cambio, incluso ha rechazado, por mor de la coherencia del catálogo-marca, a todo un Arturo Pérez Reverte, que le ofreció El maestro de esgrima. En el famoso pulso “armadores de catálogo” versus “constructores de imperios”, para defender a su cuadriga, entonces simbolizada por Javier Marías o Soledad Puértolas, Herralde llegó a comer con José Manuel Lara Bosch para frenar a los hombres del maletín negro de Planeta. El fundador, José Manuel Lara, ya intentó comprar Anagrama “con Herralde dentro”; tácitamente, se produjeron dos acercamientos empresariales: la creación del sello de bolsillo Quinteto y la distribuidora Enlaces Editoriales. Según el editor, esta última se deshizo porque él optó por acordar su venta a la italiana Feltrinelli, que Herralde eligió por afinidades afectivas (conocía a Inge Feltrinelli desde el verano de 1968 en Cadaqués; Carlo, el hijo, siempre mostró un elegante interés).
“Cuando hay una voz propia se nota enseguida. En una o dos páginas lo ves”, dice Herralde sobre los originales. Cierto: puede aplicarse a su libro.
Un día en la vida de un editor. Jorge Herralde. Prólogo de Silvia Sesé. Anagrama. 472 páginas. 19,90 euros.
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