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Universos paralelos
Columna
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La muerte del buscavidas

Andre Williams era el gran superviviente de una estirpe de vividores, siempre al filo de la legalidad

Diego A. Manrique
Andre Williams, en una actuación en el Chicago Blues Festival en junio de 2010.
Andre Williams, en una actuación en el Chicago Blues Festival en junio de 2010.Paul Natkin (Getty Images)

No se me ocurre otra forma de decirlo: es moda o, si lo prefieren, tendencia. Me refiero a nuestra morbosa curiosidad por la vida criminal en los guetos afroamericanos durante los años sesenta y setenta. Editoriales respetables publican las enseñanzas del proxeneta Iceberg Slim (Pimp, Capitán Swing), la novela primeriza del cantante Gil Scott-Heron (El buitre, Hoja de Lata) o la ficción del periodista Vern E. Smith (Los reyes del jaco, Sajalín). Una subcultura muy presente en el universo de Tarantino, amante del cine blaxploitation, que incluso se ha colado en HBO, con la serie The Deuce.

Semejante fascinación explica la prolongada vida profesional de Andre Williams, que falleció el domingo 17 en Chicago, a los 82 años. Figura menor en el R&B de Detroit, Williams tuvo éxito en la década de los cincuenta con canciones pícaras, como Bacon Fat y Jail Bait. En los sesenta, se coló en la periferia de Motown Records, colaborando con los Contours y (brevemente) con Stevie Wonder. Firmó como coautor de un llenapistas que ha tenido abundantes versiones, Shake a Tail Feather, con la mala pata de que le arrebataron su parte.

Sabiendo que, más adelante, trabajó con Ike Turner, George Clinton y otros ilustres toxicómanos, no sorprende que se dejara arrastrar por el vértigo del crack y que terminara convertido en un vagabundo por las calles de Chicago, ciudad cruel para los sin techo. Hubiera terminado engrosando alguna estadística mortal pero Andre tenía recursos internos: logró superar su adicción y decidió reincorporarse al negocio musical.

Le salvó su personalidad. Elegante a pesar de su gusto por las ropas chillonas, experto en inventarse épica a partir de lo que era meramente supervivencia, supo engatusar a chicos blancos ansiosos de autenticidad negra. A partir de 1990, publicó discos regularmente, grabados con bandas revivalistas como The Sadies, The Dirtbombs, Jon Spencer, The Diplomats of Solid Sound. No era mala época para un francotirador, beneficiario de una espesa red de discográficas, tiendas y locales de actuaciones. Hasta que llegó el tío Google con la rebaja.

Fue el protagonista de un documental aleccionador, Agile, Mobile, Hostile: A Year with Andre Williams (2007). Se puede ver íntegro en YouTube, con algunos vacíos cuando -por problemas de derechos- se eliminan canciones de la banda sonora. La primera mitad presenta al personaje: un pillo irreprimible, verboso y lúcido. Capaz de grabar hablando más que cantando, con melodías elementales y acompañamientos simplones. Un veterano indignado cuando visita las antiguas oficinas de Motown, hoy convertidas en museo, y el vigilante no sabe quién es.

Pero es la segunda parte la que convierte Agile, Mobile, Hostile en película de visión obligada para cualquiera que aspire a envejecer en el mundo del espectáculo. Girando por la antigua Yugoslavia, se evapora su energía, su buen humor, su motivación. De vuelta a EE UU, termina en un hospital, tras un susto que descalabra sus finanzas. Busca un apartamento que se ajuste a sus apuradas circunstancias; encuentra un lugar donde le prohíben beber, fumar y tener visitantes después de medianoche. Ejercer de leyenda killer no resulta sencillo en los tiempos presentes.

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