A la búsqueda de la raíz del dolor
Dos libros de la polifacética artista y destacada feminista Kate Millett desvelan su lucha por la libertad y contra su supuesta enfermedad mental
Kate Millett (1934-2017) fue una artista estadounidense que se dedicó a la escritura y al activismo en defensa de los derechos civiles. Fundó una granja-comuna para albergar a mujeres artistas y su Política sexual (1970) fue un libro básico para la tercera ola feminista. En España se acaban de publicar dos textos que nos ayudan a conocer al personaje: Viaje al manicomio y Sita, en cuyas páginas leemos “Yo escribo de algo vivido, algo que he conocido de un modo singular. No es imaginado ni fantaseado, sino conocido de una manera visceral como un dolor de tripa”. Más adelante, hablando de diarios, recalca: “… sobre todo son mujeres, las nuevas mujeres, las nuevas escritoras, la nueva sensibilidad de las mujeres que se abren paso hacia el papel. Fervientes, furtivas, revelan sus secretos”. Estas palabras son esenciales para comprender la línea histórica de una metodología reivindicativa —la autobiografía— que no nace por generación espontánea.
En el tramo final de Sita, una minuciosa historia de amor con escenas de una transgresora y bella sexualidad lésbica, Millett le da vueltas al porqué de la escritura autobiográfica: el territorio de lo obsceno femenino, del fuera de escena, lo poco importante, intrascendente o improcedente —incluso lo vergonzante— claman por ocupar su lugar en el espacio público. Lo fuera de lugar se mimetiza con lo inmoral —grosero y poco educado— y el hecho de que las mujeres expresen lo que no se puede decir, porque está prohibido o es irrelevante, constituye un logro del feminismo: colocar dentro de la escena lo que siempre se han considerado vulgaridades o minucias puede paliar el dolor.
Todo lo que atañe a las mujeres, incluso la maternidad o la capacidad de seducir a los hombres hasta arrastrarlos a la perdición, es decir desde la fotogénica simplificación de la pluralidad de las mujeres dentro del estereotipo madre/mujer fatal con que se ha operado a menudo en la literatura, resulta obsceno por local, marcado, idiosincrásico. Aún más obsceno si colocamos bajo el foco jorobas del cuerpo, cortocircuitos neuronales, amores oscuros. Todo lo que excede el límite de comedimiento que define a esas mujeres que no sacan los pies del tiesto, callan, no están locas. No vamos a insistir en el vínculo entre creatividad —expresión, habla— y locura femeninas. La relación lésbica con Sita supone un torcerle el cuello al cisne de la sexualidad convencional que, más allá de la transgresión del tabú homoerótico, se remata intensificando —como en Paris-Austerlitz, de Chirbes— las distancias inherentes al amor libresco: diferencia de edad, oficio, origen, estructuras familiares… Amor y desamor son una lucha por el espacio físico e identitario. Los bigudíes de Sita, la mujer que “folla duro” y ha sido violada, a la vez exótica y elegante, introducen un giro copernicano en el tópico de lo atrayente. Lo que siempre se ha presentado como artificioso y grotesco a Millett le parece seductor.
La falta de universalidad de lo femenino estigmatiza formas de aproximación a la realidad de las que Millett se apropia con una deslumbrante gama de matices en la que también caben las contradicciones. En este sentido, Viaje al manicomio deslumbra. El texto acaba con una conclusión que sintetiza las reivindicaciones, aparentemente, más obvias de este tremendo testimonio: existen estados de opinión y posicionamientos políticos que se silencian a través de mecanismos sanitarios represivos. Partiendo de esta hipótesis, la locura que llevó a Millett a ser ingresada en distintos centros psiquiátricos, obligándola a perfeccionar su amor por los demás —por los que, en el afán de cuidarla, la encierran—, jamás existió y las medicaciones suministradas para paliar una patología ¿inexistente? fueron ponzoña.
Sin embargo, Viaje al manicomio revela su inmenso valor literario en su ambivalencia. La valentía de la declaración política se enriquece con la expresión de una duda y un miedo que calcifican en lenguaje: el silencio de las etapas depresivas se contrapuntea con la verborrea maniaca de momentos en los que la mujer se siente amenazada por mujeres —amigas, amantes— que la atosigan, la quieren medicar, quizá devolverla al manicomio. La utopía de la granja feminista se transforma en un episodio de terror: en la paranoia de Millett hay un componente cultural machista y en la posibilidad de que sus temores no sean una paranoia también lo hay. Cada contradicción abre una llaga.
En plena euforia, Millett compra caballos y se subraya ese nexo entre la manía y el derroche, muy presente en el libro, que condiciona el amor de los otros. Millett contempla las vergas de los animales: admira reverencialmente el símbolo fálico mientras evoca la alegría danzarina de su padre. Acaso la alegría se entiende como patrimonio de los hombres, y el cansancio, cierta preocupación mal encarada, la laxitud resumen el gesto de las mujeres. Millett se resiste a los diagnósticos y lucha por sus libertades, pero el cambio de registro en la narración, en sintonía con sus altibajos anímicos, supone el reconocimiento de una enfermedad que no minimiza la denuncia de las humillaciones asociadas a ciertos tratamientos psiquiátricos. Millett escarba en la raíz endógena y exógena del dolor; del dolor como fruto de la rebeldía y de la rebeldía como fruto del dolor; de lo físico, psíquico, cultural y social que inciden, como rayos solares en la lente de la lupa, en la construcción de una enfermedad contra la que clama, pero que está ahí, como un alien, dentro y fuera de ella.
Viaje al manicomio. Kate Millett. Traducción de Aurora Echevarría Pérez. Seix Barral, 2019. 512 páginas. 22 euros.
Sita. Kate Millett. Traducción de Núria Molines. Alpha Decay, 2019. 384 páginas. 24,90 euros.
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