La losa de la nostalgia
No es la ironía posmoderna, sino la recreación fetichista lo que domina la sensibilidad del trío de directores, que se sentirían más cómodos en los tiempos del fallo de 'tracking'
Las baldas inferiores de la estantería más apartada en un videoclub de barrio a finales de los ochenta podrían encarnar algo así como la idea del paraíso perdido para el colectivo integrado por Anouk y Yoann-Karl Whissell y François Simardy, trío de directores canadienses que, tras realizar una serie de cortometrajes de títulos tan reveladores como Total Fury (2007), Ninja Eliminator (2010) y Demonitron: The Sixth Dimension (2010), entre otros, debutaron en el largo con Turbo Kid (2015), una fantasía posapocalíptica que utilizaba a Michael Ironside como bandera (pirata) de su poética de derribo. No es la ironía posmoderna, sino la recreación fetichista lo que domina la sensibilidad de este triunvirato de cineastas que, sin duda, se sentirían más cómodos en los tiempos del fallo de tracking que en la era del 4K. Tanto sus cortos como su ópera prima rompían una lanza por la belleza del subproducto, reivindicando no tanto las fuentes más nobles de las que brota la nostalgia por la cultura popular de los ochenta como la belleza áspera de los discursos de segunda mano y la creatividad derivativa de las estéticas bastardas. Su segundo largometraje, Verano del 84 (2018), delata una clara voluntad de ampliar horizontes camuflándose entre las formas más mansamente rutinarias de la explotación nostálgica generacional.
VERANO DE 84
Dirección: Anouk y Yoann-Karl Whissell y François Simardy.
Intérpretes: Graham Verchere, Judah Lewis, Rich Sommer, Caleb Emery.
Género: terror. Canadá, 2018.
Duración: 105 minutos.
La voz en off del protagonista de Verano del 84 –un adolescente, aficionado a la prensa amarilla delirante, que cree que su vecino policía puede ser un asesino- cierra el relato con una reflexión que la propia película querría colocarse como banda de honor: tras la utopía de conformidad y calma de un barrio residencial puede palpitar la oscuridad. La misma idea que Terciopelo azul (1986) fijaba en su secuencia inicial y que Verano del 84 quiere reiterar en el epílogo de su ejercicio de estilo al modo Amblin, sin conseguir que esa revelación resulte resonante después de un metraje que hace del dejà vu su único horizonte.
Como un Stranger Things (2016) descolorido al que se le hubiese visto el plumero desde el minuto 1 o como un It (2017) vaciado de todo poder de perturbación, Verano del 84 ilustra hasta qué punto la nostalgia de los ochenta se ha ido convirtiendo en una losa. Quizá con la intención de seducir a un público más amplio, Simardi y los Whissell han logrado dejar claro que hay una sensibilidad generacional que necesita crecer con la mayor urgencia posible.
Babelia
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