La guerra cultural de Viktor Orbán
El Gobierno húngaro interviene en el sector del arte y las ideas para favorecer su programa ultraconservador. Creadores e intelectuales resisten a la embestida
Después de aprobar una nueva Constitución, de obtener el control de la práctica totalidad de medios de comunicación y de convertir a los inmigrantes en enemigos de la patria según la retórica oficial, el primer ministro húngaro Viktor Orbán cuenta con un nuevo reto: intervenir en el sector cultural. Desde hace meses, los ataques del poder se intensifican, con el objetivo de favorecer un tipo de arte alineado con el nacionalismo ultraconservador del partido gubernamental Fidesz. Creadores e intelectuales plantan cara a ese proyecto de maneras distintas, pero con idéntico ardor, inquietos ante la deriva autoritaria que se anuncia en Budapest.
“El futuro del país no solo depende de su economía, su capacidad militar y su influencia política, sino también de sus logros culturales”, dijo Orbán durante un discurso pronunciado en octubre de 2018. “Desde ese punto de vista, cada forinto [la moneda local] gastado en cultura es una inversión en un futuro húngaro, cristiano y, por lo tanto, europeo”. Era el inicio de una “guerra cultural”, como la llamó entonces, que ya había tenido un par de preludios.
En junio de 2018, la Ópera de Budapest anuló el musical Billy Elliott, que había recibido críticas por “propagar la homosexualidad” en el diario Magyar Idök, que los críticos con el poder califican como portavoz oficioso del Gobierno. En octubre, ese mismo medio atacó una exposición de Frida Kahlo por “promover el comunismo” con dinero público. Fue solo la punta del iceberg de una intrusión más profunda en el ámbito cultural, que también ha pasado por la destitución de los líderes de instituciones que no han demostrado la suficiente fidelidad a Orbán. “Todas las áreas de la vida cultural deben ser purgadas de aquellas personas que dan espacio a las ideas liberales, globales y cosmopolitas”, sugirió ese mismo diario, fundado en 2015 por un empresario cercano al jefe de Gobierno.
“Un nuevo canon cultural”
El artista Szabolcs Kisspál impulsó las protestas contra el polémico memorial de la ocupación alemana que Orbán hizo construir en 2014 en el centro de Budapest. El monumento representa una águila imperial que ataca a un inocente arcángel, obviando la colaboración de Hungría con los nazis, que se saldó en medio millón de judíos deportados. Ante la falta de resultados de su movilización, Kisspál terminó dejando la calle y regresó a la expresión artística. El resultado fue Trilogía húngara, instalación que denuncia el revisionismo del sistema ideológico de Orbán.
“Para lograr una verdadera transformación, ya no les basta con los plenos poderes políticos y económicos. También necesitan la cultura como arma de legitimación”, asegura en un bar cooperativo de un barrio en vías de gentrificación donde, hasta hace poco, solo vivían gitanos. Para el artista, Orbán aspira a crear “un nuevo canon cultural” que encaje en su relato sobre “la Hungría tradicional”, ese país rural y cristiano que, según las voces críticas, solo existe en su imaginación.
Cuando László Nemes empezó a preparar su segunda película, tras aquella oscarizada exploración de los campos de concentración que tituló El hijo de Saúl, el director húngaro quiso retroceder aún más en el tiempo, intentando dar con el preciso instante en el que todo se desmoronó en Europa. “Después de explorar la cumbre de la barbarie en la era moderna, quise entender cómo una civilización tan sofisticada y llena de arte y tecnología, como lo fue la de comienzos del siglo pasado, terminó provocando su propia destrucción”, explica el cineasta, de 41 años.
Su nueva película, Atardecer, estrenada en España a comienzos de enero, transcurre en una Europa que se asoma al precipicio. Está protagonizada por una heredera desposeída que busca desesperadamente a su hermano en el Budapest, todavía esplendoroso, de 1913. “El momento previo a la tormenta”, señala. Nemes escogió ese año porque considera que otra tempestad se acerca: “La película puede ser vista como una advertencia. Estamos al final de un ciclo de civilización”. Al director no le interesa hablar de política, pero no niega que el clima actual le influyó. “Uno debería estar ciego para no ver la sed de regresión que existe aquí y una forma de autoridad que es problemática”, opina.
En las calles de esta ciudad de arquitectura decadente e invadida por el turismo low cost, la nieve cae sobre ambas orillas del Danubio. Un grupo de viajeros se ha resguardado en el Vigadó, majestuoso centro cultural de estilo romántico magiar, convertido en sede de la Academia Húngara de Arte. Esta institución privada fue declarada de interés público por Orbán en la Constitución de 2011. Desde entonces, se ha convertido en un Ministerio de Cultura oficioso que controla las subvenciones públicas y favorece a los artistas en sintonía con Fidesz. Su interior, desierto en una mañana de enero, alberga exposiciones inconsecuentes de perfil folclórico. Una de ellas habla, por ejemplo, del tradicional baile católico que se solía celebrar en su interior a comienzos del siglo XX.
Hajnalka Somogyi, directora de la OFF-Bienale, fundada en 2015 como contrapoder a ese nuevo arte oficial, nunca pasea por esas salas. Antigua comisaria del Ludwig, museo de arte contemporáneo al que hoy boicotean muchos creadores por su dependencia del poder, Somogyi quiso proponer una alternativa a un sector cultural “controlado al 95% por las instituciones públicas” con una bienal que aborda asuntos críticos relativos a la actualidad política. “La intención no es chocar con el Gobierno, sino ser fieles a nuestra misión: apoyar la escena independiente, debatir sobre asuntos urgentes y desarrollar conexiones internacionales. Pero hacer esas cosas es suficiente para convertirnos en sospechosos, para ser considerados enemigos”, explica Somogyi en un café de Buda, en la orilla occidental de la ciudad.
Desde la aprobación de una nueva ley en 2018, su bienal debe precisar que recibe financiación extranjera en todas sus comunicaciones públicas. Fue una de las medidas aplicadas por Orbán para impedir que el millonario proliberal George Soros, a quien no duda en tratar como un enemigo público, intervenga en la escena cultura húngara, que ha financiado durante décadas. Orbán ya ha conseguido que su fundación Open Society y su universidad anglófona (Central European University) anuncien su traslado a Berlín y Viena, respectivamente.
Al otro lado del río, András Forgách sorbe una taza humeante en el Café Zsivago, pintoresco cenáculo de intelectuales. Este escritor locuaz y de melena desordenada, figura contracultural en los años 70 y 80, acaba de publicar El expediente de mi madre (Anagrama), que escribió al descubrir que su madre trabajó como informadora de los comunistas. El libro combina una versión novelada de la historia de su familia con numerosas notas a pie de página que reproducen fragmentos de los archivos oficiales que le descubrieron la verdad sobre su progenitora en 2013, cuando el escritor sumaba 61 años. “Pude haberme limitado a escribir ficción, pero la situación actual no lo permitía. En la Hungría de hoy ya tenemos suficientes secretos. Quería un libro que fuera lo más transparente posible”, asegura.
Forgách no tiene pelos en la lengua a la hora de hablar sobre Orbán y sus secuaces. “Considero que Hungría es una dictadura”, sostiene. No niega que preferiría estar en otro lugar que compartiendo un café con un extraño. “Pero me lo tomo como una obligación, como cuando venían periodistas del otro lado del telón de acero”, remata. A los viejos disidentes, estos nuevos tiempos les recuerdan a una juventud poco añorada.
Babelia
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