Un perfeccionista
Fue mi editor y mi amigo, una de esas figuras "más grandes que la vida" con las que todo escritor debería medirse alguna vez
Un editor tiene que dar la cara y defender sus elecciones”, sostuvo en alguna ocasión Claudio López de Lamadrid; más recientemente, en una conversación con Ignacio Echevarría, sostuvo que “hacer bien los libros no es tarea sencilla[…]: aparte de práctica y experiencia, se necesita cierta vocación, al menos una vocación de perfeccionismo, de trabajo bien hecho o como quieras llamarlo”.
Dos líneas de trabajo que constituyen la parte del león de su legado: por una parte, la publicación en español de la más reciente narrativa norteamericana, una apuesta de enorme riesgo por entonces si se considera la juventud de los autores que publicó (Jonathan Lethem, Dave Eggers, Chuck Palahniuk, Michael Chabon, Denis Johnson, entre otros) y la ambición a menudo desconcertante de sus obras, por ejemplo La broma infinita, de David Foster Wallace, de la que fue uno de los primeros valedores.
Buen conocedor de la literatura latinoamericana, López apostó por la circulación de ésta en España, así como de la literatura española en América Latina, en el que constituye el segundo de sus legados a los lectores en esta lengua. María Moreno, Rodrigo Fresán, Emiliano Monge, Fogwill, Javier Calvo, Belén Gopegui, César Aira, Javier Cercas, Alma Guillermoprieto, Alberto Fuguet, Rafael Gumucio, Pablo Raphael, Horacio Castellanos Moya, Raúl Zurita y Mercedes Cebrián son algunos de los autores con cuya publicación contribuyó decisivamente a lo que acabó llamando el "mapa de las lenguas", la construcción de un territorio literario que López (que confiaba ciegamente en las posibilidades que se abrían a la publicación en América Latina con la digitalización y la emergencia de pequeñas editoriales regionales, de las que era lector asiduo) conformó y pobló como pocos editores lo han hecho en los últimos decenios.
Un cierto pudor impide a quien esto escribe profundizar en su relación con Claudio López; pero no mencionar esa relación es difícil y tal vez inapropiado. Claudio López fue mi editor y mi amigo, una de esas figuras "más grandes que la vida" con las que todo escritor debería medirse alguna vez: su carácter era volcánico, su vocación era absoluta, su afán de perfeccionismo (también en la elección de sus colaboradores, a los que formó) era enorme. Escribir a sabiendas de que sería el primer lector de mis libros (pero también su principal defensor, si estos superaban su escrutinio) suponía un desafío enorme; la suya era la mirada de un dios colérico y gracioso y de una generosidad sin medida. La relación entre los autores y sus editores es proverbialmente difícil, y su importancia, desafortunadamente, sólo se mide en la pérdida. La de Claudio López es muy grande, tan grande como lo eran sus entusiasmos, sus convicciones, su compañerismo, la perplejidad y el dolor con los que quien esto escribe debe ahora acostumbrarse a conjurar su nombre en pretérito.
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