Lori Meyers, el pop mediano como mínimo común denominador
Los granadinos, que no pisarán los escenarios en 2019, se conceden un multitudinario homenaje de dos horas y media para celebrar sus 20 años en la carretera
La longevidad no solo es un grado, sino que también tiene su mérito. Más aún si, a la hora de soplar las velas, resulta que la fiesta de cumpleaños ha sido un manifiesto éxito de público. Cuesta creer que los acontecimientos se desarrollen a tanta velocidad, pero lo cierto es que los granadinos Lori Meyers celebraban anoche su vigésimo aniversario y lo hicieron estrenándose en el WiZink Center ante 12.000 seguidores fervorosos, lo que les asienta en la primerísima división del indie español en cuanto a capacidad de convocatoria.
Lo más asombroso es que esa acogida no se corresponda con ninguna excelencia manifiesta, sino en todo caso con el hábil aprovechamiento de la medianía. Lori Meyers no han conseguido destacar particularmente en nada -si acaso en alguna faceta para mal-, pero su amable capacidad para revivir el pop-rock clásico de los sesenta y una cierta vocación de reinventarse de unos discos a otros les convierten en una banda de mínimo común denominador: no invitan a grandes entusiasmos, pero su fórmula encaja en un amplio abanico de sensibilidades e intersecciones.
Los granadinos se tomaron la cita como autoafirmación y reválida, no escatimaron en minutaje ni recursos y desplegaron una escenografía propia de las grandes ocasiones: luces infinitas, pantallas múltiples y grafismo competente, como las inquietantes siluetas gigantes para una de las piezas más solventes del repertorio, Mujer esponja. Para Vértigo, la pieza inicial, se adopta la desconcertante decisión de no izar las pantallas delanteras, por lo que no solo los músicos, sino los cuatro bailarines convocados para la ocasión, permanecen semiocultos en un extraño anticlímax inaugural. En cambio, la roja ambientación nipona para Tokio ya no nos quiere ayuda a que se adviertan los primeros indicios de entusiasmo colectivo.
A Lori Meyers habrá que valorarles aún más el éxito si tenemos en cuenta que su carisma sobre el escenario es bien reducido. Y ello no tiene nada que ver con que sean “de pueblo”, en definición (¿exculpatoria?) de su propio cantante, sino más bien en la ausencia de un discurso medianamente articulado. Enfrentados al evento más multitudinario y emblemático de toda su trayectoria, cabría esperar de Noni un parlamento más sabroso que el consabido “Si estamos aquí es gracias a vosotros”. Pero el menú resulta afable, sin alharacas: sonido algo enmarañado, pocos temas a los que guardar espacio de privilegio en la memoria y, eso sí, las letras peor acentuadas en la historia reciente del pop español.
Sobre la mediocridad lírica de los Meyers ya se ha hablado en otras ocasiones, y solo cabe añadir al respecto que ni siquiera la experiencia acumulada durante cuatro lustros parece haberles servido como elemento paliativo. Para compensar, y quizá por lo singular de la ocasión, el grupo recupera su versión de Esperando nada, joya de Antonio Vega a la que se aportan innovaciones armónicas dudosas y, sobre todo, esa entonación plana que en demasiadas ocasiones se gasta Noni, más autómata que intérprete con capacidad para la vibración, el giro, el matiz.
Hay, con todo, motivos para mantener la fe. Joyas no siempre evidentes, como La pequeña muerte, que podría ser una oscura cara B de Los Brincos. O el paréntesis acústico central que brindan, con cajón flamenco, Saudade y Rumba en atmósfera cero, y su inmediata transición hacia la euforia con tesitura grave de Alta fidelidad. O las abundantes segundas voces meritorias del guitarrista Alejandro Méndez (Ham’a’cuckoo), seguramente bastante mejor vocalista que el titular.
Esforzados en su gran noche -preámbulo de un año en blanco para la preparación del próximo disco, el séptimo-, los de Loja ofrecen incluso un repaso visual de su trayectoria en forma de cómic cuando las manecillas marcan ya la hora y media de velada. La lograda épica de Deshielo sería más verosímil sin un ripio como “decirte que te quiero y ser sincero”, así que en ese capítulo de solemnidades nos quedamos definitivamente con Océanos y sus arreglos de cuerda, acaso lo mejor del lote.
De superhéroes nos reconcilia con ese grupo fresco y hábil que rescata el pop de guateque con una pátina de electricidad y picardía. Y Emborracharme, aun siendo en algunos aspectos cuestionable, se confirma al cierre como un inopinado himno generacional. Llevábamos 135 minutos de meyerismo y aún quedaban bises como para estirar la experiencia, versión de La caza incluida, hasta las dos horas y media clavadas. Quizá demasiado, incluso entre los acólitos, pero a los andaluces habremos de reconocerles la asunción de la cultura del esfuerzo. Han llegado mucho más lejos de lo que sugieren sus cualidades objetivas. Y ni siquiera la ciencia matemática es capaz de explicar determinados fenómenos.
Babelia
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