Contar los Balcanes sin lugares comunes
En 'Maratón balcánico', Miguel Roán destripa la realidad contemporánea de las antiguas repúblicas yugoslavas, sus luces y miserias cotidianas
Muchos tópicos acerca de los Balcanes han acabado convertidos en estigmas, como la naturaleza violenta de sus habitantes o la inevitabilidad del conflicto. Titulares de brocha gorda y la repetición de alguna que otra frase que ha hecho historia, como la celebérrima de Winston Churchill (“los Balcanes producen más historia de la que son capaces de consumir”), han contribuido a arrojar toneladas de incomprensión sobre una región que lleva años intentando esquivar la sombra de la guerra y avanzar hacia el futuro pese al baldón de sus políticos.
El factor nacionalista como una categoría kantiana, apriorística; la pulsión ciega de la etnia o la guerra de religiones son otros lugares comunes que empañan la percepción de los Balcanes, como también la abulia de Bruselas, aquejada durante años de la llamada “fatiga de ampliación” hacia la zona. Por eso son de agradecer los libros que destripan la realidad contemporánea, sus luces y miserias cotidianas (para las históricas, nada comparable al clásico de Rebecca West). Maratón balcánico, de Miguel Roán, es uno de ellos, y de los más esclarecedores.
Concebido como un libro de viajes canónico, con fulgurantes descripciones de paisajes y paisanaje —“Refrescaba en Liubliana. La ciudad parecía el decorado de un anuncio de chicles de menta”—, el libro puede leerse como un diario, el de un joven investigador universitario que se zambulle en la vida de Belgrado y la apura como si fuera el último trago de la noche; un bicho raro, empeñado en vivir en un país del que sus habitantes desearían marcharse. En ese cuaderno de bitácora, lleno de tribulaciones y zancadas —está estructurado en 42 capítulos, el número de kilómetros de un maratón—, hay sitio para todo: la gastronomía; el excelente cine y la no menos estupenda música, que recorre las páginas a ritmo de turbo-folk y de Goran Bregovic o las fanfarrias gitanas que amenizan las bodas; el sexo; la arquitectura brutalista, fea; la personalidad de los ríos; el fútbol y la relación de sus hinchadas con el patrioterismo más violento, o el tiempo, similar a un engrudo pero que cuando florece desata un hedonismo primigenio.
Maratón balcánico tiene muchos planos de lectura, por lo que satisfará a legos y a expertos. Es un vademécum, un manual para sortear los clichés citados y alguno más. Se lee también como un blues impreso, pues retrata estados de ánimo carcomidos y enfangados como “un torrente de tristeza turbia”. Y es un canto a la nostalgia, a esa Yugonostalgia que idealiza los tiempos de Tito, el verso libre del Telón de Acero, como lo que fueron: una casa común, mejor o peor avenida, pero más acogedora y cálida que la intemperie de hoy. Por eso el término balcánico en el libro equivale muchas veces a (ex)yugoslavo, todos los gentilicios arrojadizos (serbio, croata, bosniaco…) subsumidos en uno. Hay una explicación geográfica, ya que los lugares más visitados son las antiguas repúblicas yugoslavas, y la que fuera provincia autónoma de Kosovo. Pero Roán se asoma también al vecindario, con un capítulo dedicado a Albania y otro, magnífico, a Trieste, ciudad bisagra entre la luz y las tinieblas que siempre ha oficiado de puerta de entrada a los Balcanes: a un mundo mucho más sofisticado y poliédrico de lo que dejan entrever los titulares.
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Autor: Miguel Roán.
Editorial: Caballo de Troya (2018).
Formato: tapa blanda y versión Kindle (320 páginas).
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