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El hombre que fue jueves
Columna
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Max Estrella

La semana pasada me llegó el Max Estrella más completo que he visto: Juan Codina, guiado por Alfredo Sanzol, en el María Guerrero.

Marcos Ordóñez

El primer Luces de bohemia que vi lo tengo unido al vuelo de Carrero. Dirigía Tamayo. Alejandro Ulloa, un Max de mucho empaque, sustituyó a Rodero en el Español de Barcelona. Don Latino era Agustín González, que lo había estrenado también un año antes en el Bellas Artes. Imagino que estaría muy cortada: la escena del preso catalán, por ejemplo. A Rodero tardé diez años en verle, en el nuevo montaje, a cargo de Lluís Pasqual. Con Rodero me pasó lo de siempre: me parecía estupendo, ardiente en sus cotas más altas, pero engolado a la que le dejaban. En mi recuerdo tiene más verdad y más fuerza el Don Latino de Carlos Lucena.

Y en la pantalla, por cierto, Rabal fue el Max más golfo y más niño.

Ya en el nuevo siglo desfilan en mi memoria Ramón Barea, el Max de Ur Teatro, que firmó Helena Pimenta, con Cesáreo Estébanez como Don Latino; los dickensianos Gonzalo de Castro y Enric Benavent, a las órdenes de Lluís Homar, y la noble cólera de Lluís Soler, acompañado por Jordi Martínez, dirigidos por Oriol Broggi en Barcelona.

La semana pasada me llegó el Max Estrella más completo que he visto: Juan Codina, guiado por Alfredo Sanzol, en el María Guerrero. Visionario, febril, hidalgo, enteco. Iluminado y desvelado. Codina tiene algo de actor napolitano: le conocí a lomos de un humor expresionista, y ahora exhala una gran contención, un dolor que te parte el alma. A su lado, como Don Latino, brilla otro napolitano adoptivo, Chema Adeva, que ya fue antihéroe de bohemia alcohólica en Sueño, de Andrés Lima. Hay que ver a Codina abrazando al preso catalán como si reconociera a un hijo perdido. Y sin embargo, uno de sus grandes logros es que no sentimentaliza. No hay una gota de melaza retórica: si le abraza es porque no puede hacer otra cosa en ese momento.

En algunos montajes dibujan a Max como un héroe, una estatua ambulante e impoluta, como si en la pareja protagonista toda la canallez le correspondiera a Latino. Max es un cochino egoísta (no piensa en su mujer ni en su hija cuando acaba de recibir dinero del ministro) pero al mismo tiempo tiene una generosidad cósmica: se olvida de ellas porque desprecia el dinero, y Codina nos hace advertir ambas cosas. Retengo la escena del café de madrugada, con Rubén Darío, donde parece que no pasa nada, y el actor nos muestra, con extrema sutileza, que Max comienza a despedirse de la vida. El tempo de su escena última te va estrujando el corazón. Max tendido y yéndose, lento, muy lento, como un espantapájaros sacudido por un viento seco, y Latino husmeando la panoja como un perro ávido, y piensas: “Por Dios, que acabe ya: Max no se merece esto”.

Soberbio actor, Juan Codina, de verdad sostenida y continua; soberbio reparto; soberbio montaje. ¡Y qué pedazo de obra, siempre! Aunque quede larga. Sanzol, con una convicción profunda y sonriente, dice: “Los chavales que la estudian se merecen verla entera”.

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