“Se supone que la soledad es el mal del hombre contemporáneo”
Santiago Lorenzo da la vuelta en su última novela a la figura de Robinson Crusoe con la historia de un náufrago rural que no quiere que nadie le encuentre
No tiene aspecto de escritor, si es que los escritores tienen algún tipo de aspecto. Con su chupa de cuero, su pelo largo tirando a larguísimo, un incisivo de menos, la mirada del apasionado cuando habla de sus maquetas – de su vía muerta de estación, de justo después de la guerra, el otoño de 1945 –, y del descuidado cuando habla de todos los demás, o de lo que él llama la vida capitalina, esto es, la vida en una gran ciudad, como la que llevó él mismo “durante 27 años” – “yo me fui a estudiar a Madrid, y pasé 27 años allí, creyendo que no había nada mejor” –, Santiago Lorenzo (Portugalete, 1964), parece una estrella del rock retirada, que se alejó hace demasiado del mundanal ruido y que jamás piensa volver a él. Por esas, y por la manera en que evita hablar del mundo en el que vivimos, también podría ser un sabio harto de lecciones.
“La gente cree que soy muchas cosas. La gente hasta cree que he sido de los GRAPO”, dice. El protagonista de su primera novela, la recomendadísima, a la vez desternillante y triste Los millones, era de los GRAPO, y le tocaba la lotería, y era pobrísimo, y la lotería podía solucionarlo todo, pero entonces se daba cuenta de que no podía cobrarla porque no tenía DNI. “También creen que me ha tocado la lotería”, dice. La gente, en general, dice, cree que sus novelas no son ficción sino que se basan en algo muy real. Y él no lo niega. “Hay una parte de realidad en lo que escribo, pero te aseguro que nunca he pasado tres años sin follar – como le pasa al protagonista de Las ganas, Benito, el informático que no consigue hacer eso –, aunque puede que haya pasado dos y medio”, dice. Sonríe. No es fácil saber cuando habla en serio Lorenzo, aunque la sensación es que siempre lo hace, aunque en broma.
De su última, ya cuarta, novela Los asquerosos (Blackie Books), dice que es una especie de carta que se ha escrito a sí mismo, en realidad, que es lo más cerca de tener un hijo que estará nunca. No un hijo real, por supuesto, sino un Frankenstein literario. Manuel, el protagonista, es un tipo que pasa apuros económicos – sus personajes están siempre en las últimas –, vive en un cuartucho horrible en la calle Montera, y una mala tarde, se topa con un policía en el rellano de su edificio que cree que es un manifestante y está dispuesto a cualquier cosa. Y entonces Manuel saca un destornillador de algún lugar y hace algo que no debería y lo siguiente que sabemos es que su tío, el narrador de la historia, está consiguiéndole un teléfono no rastreable y haciéndole la compra semanal en Lidl, una compra que envía a un pueblo sito en casi ninguna parte, una aldea fantasma con la que Manuel da casi sin querer.
¿Manuel, su hijo? “Me gustaba pensar en él como en una especie de Súper Hombre de Nietzsche. Alguien que se ha retirado de todo y que ha conseguido ser feliz. El tío me fue cayendo progresivamente bien, y cuanto mejor me caía, más tenía la sensación de estar describiendo al hijo que nunca tendré. Por eso supongo que la historia demandó ser contada desde la voz de su tío carnal, esa voz soy yo, que a la vez le admiro y me maravillo por lo que hace. Manuel es un feroz kale borroka de su propia independentzia”, relata. Está fumando por la ventana. Fuma compulsivamente. Un cigarrillo tras otro. Ya es la hora, dice, en la que puede empezar a hacerlo. Es mediodía. Está lejos de casa. Como Manuel, Santiago vive en un pueblo, lejos de casi todo. “Es una pedanía, en realidad. Apenas hay 16 habitantes, y ni siquiera los conozco a todos. Todo el mundo va un poco a lo suyo”, dice. Santiago ha renunciado a muchas de las cosas a que renuncia Manuel en la novela. A lo único a lo que no ha renunciado es a internet porque internet, dice, “nos aísla aún más”.
“Me gustaba pensar en él como en una especie de Súper Hombre de Nietzsche. Alguien que se ha retirado de todo y que ha conseguido ser feliz Santiago Lorenzo
Del castellano castizo con el que construye sus novelas en los márgenes, sus historias de tipos apartados del sistema que no sólo no intentan encajar en él sino que se alejan aún más, como un personaje de Hubert Selby Jr. encantado de serlo, dice que lo aprendió todo del doctor. Lorenzo llama doctor a Benito Pérez Galdós. “En mi casa había un tacazo de libros de Austral, y de la colección RTV, la Biblioteca Básica de Salvat, porque a mi padre le gustaba coleccionar libros, y tenía ediciones en papel biblia de Shakespeare y Lorca y toda la obra del doctor Galdós, el español más grande de todos los tiempos, que casi se sale, porque era canario. ¡Llegó a traducir a Dickens! ¡Y se pateó casi toda España!”, dice. A continuación vuelve a hablar de Los asquerosos, del momento en el que todo se va al traste, porque Manuel es feliz hasta que, a la casa de al lado, se mudan unos vecinos domingueros que, por suerte, son sólo eso, domingueros, y no pasan en el pueblo más que un par de días a la semana. ¿Es Los asquerosos una novela misántropa? Sin duda, se diría que es el primer clásico, tristón y divertido a la vez, de la misantropía ibérica.
“No es una novela sobre la pobreza ni sobre la supervivencia con pocos recursos, sino sobre la soledad como un lugar en el que quedarse. Al protagonista le renta vivir en un estado de indigencia si con eso consigue no tener que relacionarse con nadie. Porque, pensémoslo, nuestros ingresos dependen de nuestra relación con los demás”, aclara. Luego habla de Robinson Crusoe, porque se diría que Manuel tiene mucho de náufrago rural. “No es un Robinson, es lo contrario a un Robinson. Robinson quiere que le rescaten, Manuel está como loco porque nadie lo localice”, argumenta. “Se supone que la soledad es el mal del hombre contemporáneo, y a Manuel toda la soledad le parece poca”, añade.
¿Es Manuel un asqueroso, o son asquerosos los demás? ¿El infierno son los otros? “Claro, pero todo el mundo es susceptible de ser un asqueroso, en ese sentido. Y a veces utilizamos esa potencialidad para fastidiar a los demás. Manuel es el único asqueroso al que no tendremos que sufrir porque se exilió de todo, como un ermitaño ateo”, dice. Y parece que esté hablando de sí mismo, o de cualquiera que haya dejado de alimentar al monstruo de lo social. “Como Robinson Crusoe en su momento”, dice. Porque, mientras estuvo en la isla, “no dio el turrazo a nadie”.
Babelia
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