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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Festivales y bacanales

Nuestras romerías despiertan la voracidad de los fondos de inversión

Un concierto en el festival Arenal Sound
Un concierto en el festival Arenal SoundANGEL SANCHEZ (EL PAÍS)
Diego A. Manrique

Dos o tres cosas que creía saber sobre los festivales de música en España. La primera, que son un buen negocio para los que encabezan el cartel y, obviamente, también para los organizadores. Este año, ha entrado capital foráneo en el accionariado de eventos barceloneses de primera fila: Sónar y Primavera Sound han atraído el interés de fondos de capital riesgo como Providence Equity Partners y The Yupaica Companies. Buena noticia para los fundadores y un interrogante para el futuro: recuerden que el FIB levantino cambió de perfil –y perdió la mínima relevancia cultural que podía tener– tras ser adquirido por una empresa británica.

Segunda certeza: que toda capital de provincia o localidad turística cree necesario contar con un festival que aporte atención mediática y visitantes. Lo primero parece fácil. Se ha comprobado nuevamente este verano, gracias a los automatismos que reinan en las redacciones estivales: hemos visto los telediarios repitiendo día tras día las masas de la piscina del Arenal Sound o los conciertos en los balcones de Flamenco On Fire. Respecto a los ingresos que aportan a la ciudad, se recurre a unos rimbombantes informes de impacto económico que lucen tan fiables como esas cifras de ventas que proclaman las discográficas. Es decir: fantasía pura. 

Para buena parte de la tropa, la música sirve esencialmente como excusa para disfrutar de la Secretísima Trinidad: la borrachera, el consumo de estupefacientes y la coyunda.

La conjunción de ambas posibilidades explica que prácticamente todos los festivales cuenten con subvenciones de ayuntamientos o autonomías (son escasos los que se organizan desde las mismas instituciones). Alcaldes y concejales deben internarse en un mundo proceloso, una industria del festival que otorga cada año premios misteriosos –los Iberian Festival Awards- en categorías como Best media partner o Mejor activación de marca.

Desde la óptica municipal, tal apoyo tiene lógica: los festivales son el equivalente moderno de las romerías. Con matices, claro: importan los conciertos programados pero, para buena parte de la tropa, la música sirve esencialmente como salvoconducto. Excusa para disfrutar de la Secretísima Trinidad: la borrachera, el consumo de –uso la terminología de la Guardia Civil– estupefacientes y la coyunda.

Fuera de las vallas, no se pueden reconocer esos objetivos. Este año ha salido una simpática guía de uso para festivaleros que plantea dilemas tales como el uso de sandalias (perfectas para la acampada, peligrosas para ver actuaciones) o la manera de alimentarse sin hacer colas (solución propuesta: las latas de ensalada con su tenedor de plástico). Ni se habla del alcohol, aparte de alguna referencia a las resacas, ni del sexo, aunque sí se menciona de pasada los preservativos; las drogas, caramba, son notables por su ausencia.

¿Están siendo evasivos o realmente los nuevos concurrentes a festivales viven en los mundos de Yupi? Vaya usted a saber: el librito en cuestión, con sus test y sus páginas en blanco para anotaciones, parece un producto de cualquier editorial de libros de texto para la ESO.

La realidad es más cruda: los festivales están organizados para facilitar el consumo de alcohol, incluso con vendedores que se desplazan entre la multitud. Un festival no es buen destino para los quienes hayan elegido la sobriedad. Aparte de la presión comercial, están los amigos bienintencionados que se empeñan en hacerte recaer. O no tan amigos: abundan los colegas que entienden la abstinencia como un reproche y no lo pueden soportar.

Así que sigue siendo válido aquel himno de Ian Dury, "Sex & drugs & rock & roll". Con un mínimo cambio, para no asustar a la Nueva Sensibilidad, ahora sería "Sex & drugs & alcohol". Prueben a cantarla: encaja perfectamente.

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