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Simon Rattle post Berlín

El director británico protagoniza, junto a la Sinfónica de Londres, dos inolvidables conciertos en el Festival Internacional de Santander

La London Symphony Orchestra en el Palacio de Festivales de Cantabria, bajo la dirección de Simon Rattle.
La London Symphony Orchestra en el Palacio de Festivales de Cantabria, bajo la dirección de Simon Rattle.RANALD MACKECHNIE/FIS (Europa Press)

Para Simon Rattle (Liverpool, 1955) hay vida más allá de la Filarmónica de Berlín. El caso no tiene precedentes, pues ningún director ha salido indemne de la orquesta alemana como para iniciar después otra titularidad. No lo hicieron Nikisch, Furtwängler o Karajan, pero tampoco Abbado . “Han sido 16 años fantásticos en Berlín, y estoy encantado con el cambio por Londres.”, reconocía ayer en su hotel, horas antes de su segundo concierto con la London Symphony Orchestra (LSO) en el Festival Internacional de Santander. Rattle no echa de menos nada de su antigua formación, con la que visitó Madrid, en junio pasado, dentro de su gira de despedida. Confiesa, eso sí, que ahora ya no se siente como en Lost in Translation, por su dificultad para desenvolverse en alemán. Conoce bien sus fortalezas y debilidades: “La Filarmónica de Berlín es una de las orquestas más jóvenes por edad, pero tiene un ADN increíblemente conservador”, afirma. Y es muy optimista sobre su futuro, pues no escatima elogios hacia su sucesor, el ruso Kirill Petrenko.

El director inglés ahora está centrado en su nuevo conjunto. “También la LSO tiene una gran tradición. Nikisch fue titular de esta orquesta mientras estaba al frente de la Filarmónica de Berlín”, recuerda. Sus fortalezas no se limitan a la capacidad e implicación de sus integrantes, sino también a su flexibilidad. “Tan pronto afrontan una composición contemporánea como graban la música del nuevo videojuego Super Mario. Y cada nueva actividad se la toman como un interesante contrapunto”, reconoce. La misma ductilidad hacia el repertorio y las prácticas musicales pasadas y presentes han convertido al propio Rattle en una especie de prototipo de director del siglo XXI. Así lo estableció Nicholas Kenyon en su monografía sobre el director británico (Faber & Faber, 2001). Ahora todo ha cambiado y Rattle reniega del aura legendaria tradicionalmente asociada con el podio: “No creo que ser director de orquesta sea una profesión. Somos ‘fake news’. Nosotros no producimos ningún sonido”, sostiene. Para él son las orquestas los verdaderos protagonistas y no sus directores. “Cada conjunto sinfónico reacciona de forma diferente ante una misma partitura y eso me parece fascinante”, reconoce. Incluso tiene muy clara la solución para motivar al público: “Desde el escenario podemos sentir cuando se escucha intensamente. Y eso nos ayuda mucho. Tenemos que convencer a todo el que viene a un concierto que también forma parte de la interpretación”.

El británico se expresó con la misma contundencia, batuta en mano, sobre el podio de la Sala Argenta del Palacio de Festivales cántabro. Centró el primero de sus conciertos, el pasado 14 de agosto, en la Novena sinfonía, de Mahler, una composición que le ha acompañado, con desigual fortuna, durante toda su carrera. Debutó con ella al frente de la Filarmónica de Viena, en 1993, cuando hizo su primera grabación. Pero también ha estado muy presente en sus años berlineses, tal como atestigua su segundo registro, siempre en EMI/Warner Classics, publicado en 2008. Ahora, con la LSO, Rattle parece haber encontrado la orquesta ideal, menos pendiente de una tradición y más entregada a su concepto progresivo y vitalista. “Por supuesto que la obra está imbuida de la muerte, pero no fue ninguna despedida y Mahler escribió más música después”, recordaba el propio Rattle al día siguiente de su concierto. Su interpretación está muy influenciada por las ideas de Alban Berg, que vio en sus pentagramas la plasmación del amor por la naturaleza del compositor y sus ansias de vivir en paz. Por esa razón, Rattle inicia la obra con tanta serenidad y preciosismo. Ese arranque donde, según recordaba el propio director a partir de las palabras de su mentor Berthold Goldschmidt, la música parece polvo que flota en el ambiente. A continuación pinta cada flor y dibuja cada pájaro, pero sin descuidar el discurso general. El clímax del desarrollo funcionó a la perfección e incluso también ese pasaje donde, poco después, el compositor evoca su propio funeral (Wie ein Kondukt). “A Mahler le atormentaba por entonces una pesadilla en la que veía su propio funeral desde el ataud”, afirma Rattle al comentar con él su interpretación de la obra. Pero lo mejor del primer movimiento llegó en la recapitulación, en el misterioso, un breve pasaje camerístico donde Mahler nos muestra por una rendija ese paraíso naturalista que anhelaba.

En los dos movimientos centrales hubo más música que mero virtuosismo. Rattle dotó a cada danza del segundo movimiento de su propia personalidad, ese bocadillo formado por dos ländler y un vals. Pero su visión del Rondo-Burleske fue más vitalista en sus episodios, que satánico en sus fugato, aunque concluyó en una coda impresionante. Lo mejor de la obra llegó, como era de esperar, en el adagio final. El director inglés distanció todo lo posible los dos temas del movimiento sin preocuparle llegar hasta dinámicas casi inaudibles. Opta por una visión plenamente sumisa y carente de pathos. Pero consigue a cambio una sorprendente intensidad lumínica, atendiendo seguramente a la cita que inserta el compositor de un fragmento de la cuarta de sus Canciones para los niños muertos : “¡Donde brilla el sol! / ¡El día es hermoso en aquellas colinas!” . Al final, y justo antes del adagissimo que disuelve la obra, apareció el temible tono de un móvil, pero no arruinó el desenlace: 25 segundos de embeleso de un público entregado. “Creo que la obra necesita esos segundos de silencio después del final”, aclaró Rattle, “pues muchas veces el silencio contiene más música que el sonido”. Y no dudó en alabar a sus músicos: “Para mí es maravilloso disponer de una orquesta que pueda tocar estas dinámicas casi inaudibles con esa calidad, pues es algo muy arriesgado y puede ser un desastre”.

El segundo concierto, ayer 15 de agosto, no fue inferior al primero y, además, resultó más variado. Incluyó dos composiciones vinculadas a la música checa, de Dvorak y Janácek, que Rattle considera desde hace años tan cercana. “Las Danzas eslavas, op. 72, de Dvorak, son ocho milagros uno tras otro y Janácek forma parte de mi vida, pues no convivo con una checa sino con una morava (la mezzosoprano Magdalena Kožená)”, recordaba el director inglés. Las danzas de Dvorak ocuparon toda la primera parte y fue, en su conjunto, lo menos interesante del concierto. No destacó por encima de todas la nº 2, la bellísima starosvetská morava en mi menor, sino la nº 7, un kolo serbio, que fue precisamente la propina que dirigió Rattle con la LSO hace dos años en el Festival de Granada. Muy superior fue la Sinfonietta, de Janácek, con esa fanfarria inicial que es un verdadero derroche de instrumentos de viento-metal, y que sonó perfectamente equilibrada en la deficiente acústica de la Sala Argenta. Pero lo mejor de la noche fue Mi madre la oca, de Ravel, en su versión completa para ballet, un homenaje del compositor vasco-francés a la infancia pero también a las influencias recibidas. Rattle resaltó lo más importante: el manejo de la orquestación como un fin en sí mismo, por encima de la música original o las inspiraciones ajenas. Y dirigió una versión donde pudieron lucirse sus principales solistas, como el flautista Gareth Davies y el clarinetista Andrew Marriner, pero también el concertino invitado, el joven y excelente violinista venezolano-italiano, Giovanni Guzzo, formado en la Escuela Superior de Música Reina Sofía. El director francés François-Xavier Roth suele decir que la LSO es hoy la mejor orquesta francesa del mundo. Ayer en Santander pudimos comprobarlo.

Mar, montaña, música y musicología

Otro año más, el centro musical se desplaza en agosto a la costa cántabra. Y en ese particular abrazo entre mar y montaña se ubican la Quincena Musical de San Sebastián y el Festival Internacional de Santander. La cita veraniega cántabra, que dirigen Jaime Martín y Valentina Granados, y cumple ya su 67ª edición, arrancó con las finales del Concurso Internacional de Piano Paloma O'Shea, que ganó el ucranio Dmytro Choni. Los dos conciertos de Simon Rattle al frente de la LSO han servido como un imponente pórtico para el ciclo de Grandes Conciertos en la Sala Argenta del Palacio de Festivales. Continuará la semana que viene con la presencia de la orquesta de la NDR Elbphilharmonie y el barítono Christian Gerhaher, de la Filarmónica de Rotterdam y el director Yannick Nézet-Seguin, y del húngaro Iván Fischer al frente de la Budapest Festival Orchestra. Habrá, además, dos recitales del pianista Joaquín Achúcarro y de las hermanas Katia y Marielle Labèque vinculados, respectivamente, con los centenarios de Claude Debussy y Leonard Bernstein. Pero también se ha incluido un pequeño ciclo de música barroca, que ha contado con las actuaciones estelares de los violinistas Isabelle Faust y Fabio Biondi, y terminará el próximo domingo con la Orquesta del Siglo de las Luces. Ya ha habido varios espectáculos de danza y creación contemporánea. Y hay un ciclo familiar junto a proyecciones y coloquios, sin olvidar la serie de conciertos en Marcos históricos que ha sacado el festival de La Capital cántabra para llevarla hasta localidades como Noja, Suances, Castro Urdiales, Santillana del Mar, Laredo o Torrelavega, entre otras. Además este año se incluye la particularidad de que todas las notas al programa de los conciertos han sido redactadas por los estudiantes de posgrado del Máster en Musicología de la Universidad de La Rioja. Por tanto, en esta edición del Festival Internacional de Santander, al mar, la montaña y la música, se ha unido también la musicología.

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