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EL TURISTA INMÓVIL (3)
Columna
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La bicicleta: una gran paradoja

Jarry veía en el ciclismo una forma de “vivir y no pensar”, una metáfora de la escritura liberada de la racionalidad

Patricio Pron
León Tolstói posa con su bicicleta junto a su esposa.
León Tolstói posa con su bicicleta junto a su esposa.HERITAGE IMAGES / GETTY IMAGES

"No he probado la bicicleta, pero reconozco todas sus maravillas y creo que tendrá una influencia importante en el futuro de la humanidad”, aseguró Stéphane Mallarmé. Horacio Quiroga, por su parte, admitió que ni la Gran Exposición Universal ni la vida literaria de París despertaron tanto su interés durante su estancia en 1900 como el ciclismo. Quiroga se paseó por la capital francesa “como el individuo de sensibilidad quebradiza, aficionado al opio y la cocaína y amante de las jovencitas lánguidas” que decía ser (en Quiroga íntimo, Páginas de Espuma, 2010), pero regresó a su ciudad natal (y a su Club Ciclista, que había cofundado unos años antes) en cuanto le fue posible.

Al igual que Quiroga, Alfred Jarry dedicó varios textos al vehículo (reunidos en Ubú en bicicleta, Gallo Nero, 2012) por cuyas páginas circulan ciclistas imaginarios y templarios, se exhorta a prohibir el tránsito de peatones para que no entorpezcan el tránsito sobre dos ruedas, Sísifo es liberado de su condena y el lector puede aprender cómo enseñar a andar en bicicleta a un cadáver; contra lo que pudiera parecer, estos escritos del creador del Padre Ubú (que fue miembro del Club Velocipédico de Laval desde los 15 años) no sólo son el resultado de un interés personal por el ciclismo, sino que constituyen también una sátira de costumbres. En su relato ‘La carrera de las diez mil millas’, por ejemplo, cinco ciclistas alimentados con una mezcla de estricnina y alcohol se enfrentan a una locomotora en una carrera de ida y vuelta entre París e Irkutsk: el texto constituye tanto una burla del entusiasmo de la época por las gestas deportivas como un cuestionamiento de la visión del hombre como “máquina”. En ‘La Pasión considerada como una carrera de montaña’, por otra parte, el vía crucis es narrado como una carrera en bicicleta: Barrabás desiste de participar, Pilatos da la orden de salida, Jesús pincha la rueda delantera con las espinas, los dos ladrones le adelantan, cae en la tercera curva, etcétera. Jarry vivió toda su vida en la miseria; como muchos de sus contemporáneos, veía en la bicicleta una forma de “vivir y no pensar”, una metáfora de la escritura liberada de la racionalidad y una vida eximida de la obligación de respetar las convenciones. Cuando murió, dejó impagadas prácticamente todas las cuotas de la bicicleta que había adquirido 10 años antes.

No sabemos si Mallarmé llegó a probar la bicicleta: murió por causas naturales en 1898, lo que invita a pensar que no lo hizo, ya que su consumo de alcohol hubiera hecho de él un pésimo ciclista. León Tolstói aprendió a montar en bicicleta a los 67 años y nunca se arrepintió, Arthur Conan Doy­le solía utilizarla para distraerse, Herbert George Wells recuperaba su “esperanza en el futuro de la raza humana” cuando veía a alguien montado en una, Pablo Neruda le dedicó una oda (“las vertiginosas bicicletas / que silbaban / cruzando / puentes, rosales, zarza / y mediodía”, etcétera), Henry Miller, Ray Bradbury y Miguel Delibes estuvieron entre sus usuarios y principales defensores, y Ernest Hemingway lamentó no haber podido escribir nunca un relato de ciclismo que evocara convincentemente la emoción de una carrera. Mark Twain hizo a los caballeros de Camelot librar sus batallas sobre dos ruedas en Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), uno de sus mejores libros, y Émile Zola (que la utilizaba para desplazarse en sus excursiones de fotógrafo aficionado) desarrolló un especial interés en retratar a mujeres ciclistas: como afirmó Susan B. Anthony algo excesivamente, “la bicicleta hizo más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”, ya que le otorgó una libertad de movimiento sin precedentes al tiempo que contribuía a su liberación de corsés y otras prendas restrictivas en nombre de la seguridad vial.

Cualquiera puede aprender a utilizarla y todos podemos permitírnosla; como la literatura y las otras disciplinas artísticas

Las buenas ideas de la literatura suelen convertirse en las malas decisiones de la sociedad: años después de que Twain imaginara a los caballeros de la Mesa Redonda en bicicleta, durante la Primera Guerra Mundial los futuristas italianos se sumaron a un batallón de ciclistas voluntarios; como afirma Claudia Salaris en su Dizionario del futurismo, veían en la bicicleta la posibilidad de popularizar el “dinamismo arrollador” de los nuevos medios de transporte y el arte de vanguardia, como recordó una exhibición en 2012 que reunió las pinturas sobre el tema de Umberto Boccioni, Fortunato Depero, Gino Severini y Mario Sironi, al igual que Al velódromo (1912), del cubista francés Jean Metzinger. Su única (pero importante) baja durante esa primera conflagración mundial fue, por cierto, la del pintor Boccioni: se cayó de la bicicleta y murió en el acto.

Gabriel Josipovici hizo reflexionar extensamente sobre el vehículo a Jack Toledano, el protagonista de Moo pak (Cómplices, 2012), y dedicó un magnífico ensayo a Tête de taureau (1942), la obra de Pablo Picasso consistente en la unión de un manubrio y un asiento de bicicleta. Samuel Beckett la utilizó recurrentemente como metáfora de aquello que nunca concluye, y Gabriel Zaid, de la lectura valiente. Kurt Vonnegut, Jr. decidió incluir entre los sobrevivientes de la destrucción del mundo a un fabricante de bicicletas en su novela Cuna de gato (La Bestia Equilátera, 2012), J. M. Coetzee expresó su entusiasmo en conversación con Paul Auster y Sergi Pàmies concibió el juego de la literatura como una bicicleta estática (Anagrama, 2011). Las salas de cine habían conocido ya El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica (1948), y al cartero de Jacques Tati en Día de fiesta (1949), y en breve los Monty Python imaginarían su carrera de pintores impresionistas en bicicleta.

David Byrne argumentó en sus Diarios de bicicleta (Reservoir Books, 2010) que la prefiere para sus paseos porque le permite observar mejor; la bicicleta, dice, es “más rápida que caminar, más lenta que un tren, y a menudo más alta que una persona”. No es la única razón de su éxito como medio de transporte y objeto cultural; según Gilbert K. Chesterton en ‘La rueda’ (en Alarmas y digresiones, Acantilado, 2015), esa razón es que cada una de sus ruedas “es una paradoja sublime: una parte de ella va siempre delante y la otra va siempre atrás. Y en eso se parece mucho a la condición humana y a cualquier estado político. Cualquier alma cuerda mira al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante, e incluso retrocede para avanzar”. Una explicación más banal es que cualquiera puede aprender a utilizarla y todos podemos permitírnosla; como la literatura, y las otras disciplinas artísticas.

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