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Género y riesgo, dos caras del Sónar

El Niño de Elche y Putochinomaricón destacaron en la primera jornada del festival

Unos jóvenes bailan en la primera jornada del festival Sónar, en Barcelona.
Unos jóvenes bailan en la primera jornada del festival Sónar, en Barcelona. Marta Pérez (EFE)

Primeras horas del Sonar 2018 y una sensación similar a estar en una playa de Benidorm a las 05:00 de la mañana: donde solo se ve arena más tarde sólo habrá cuerpos al sol. En el Sonar no hay arena, sí el tradicional césped artificial donde el público, eso sí, se solaza. La palma de la sesión diurna se la llevaron propuestas como la del Niño de Elche, Putochinomaricón, Kokoko!, o Jenny Hval, un simple muestreo de las variedad de estilos vinculados a la electrónica de la que el festival hace enseña. Y en buena medida orientada a la lucha de género.

Sin duda el concierto más llamativo de la jornada lo protagonizaron El Niño de Elche y el bailaor Israel Galván. Partiendo del flamenco, los dos artistas propusieron un espectáculo abierto con un monólogo con aires de clase magistral que derivó en una amalgama de estímulos minimalistas fundamentados en cantes esqueléticos, ronquidos, polipoesía, susurros, ruidos, silencios, sonidos de radio y gritos apoyados en el baile de Galván, por lo general realizado sobre superficies metálicas. Ambos artistas cambiaron de ubicación en el escenario como si recorriesen las estaciones de un via crucis, y en cada lugar se ayudaron de distintos elementos, incluida una cinta vibradora que hacía temblar la voz del Niño. Sin instrumentos convencionales, con el ritmo, a veces electrónico, pautado por el zapateado, con muchos fragmentos a capella, el público se defendió riendo, en muchos casos respuesta a lo que no se acaba de comprender. Y es que igual no había nada que comprender en puridad, tan “sólo”, asistir a la puesta en escena de elementos disruptivos impropios del flamenco y años ha experimentales, al servicio de un espectáculo austero, parcialmente improvisado, iluminado en contraluz blanca y que encajó perfectamente en el Sónar, festival para el que se ha concebido este espectáculo sin nombre que movió a pensar. Música popular desballestada.

Quizás lo más llamativo, por novedoso y por encarnar el espíritu de las minorías, fue la breve actuación de Putochinomaricón. El nombre no es fruto de las ganas de molestar, que también, sino que responde a lo que la gente le dice al artista, Chenta Tsai, un joven de origen asiático que vive en Madrid, cuando le ven por la calle. Su discurso festivo levanta la voz de los gays, lesbianas, trans y, por extensión, de una juventud que mata las horas comprando en Aliexpress, chateando o sintiendo cómo el mundo les da la espalda por indolentes. Su música, de raíz pop y entorno de electrónica bastarda, se hace canción en títulos como Tu puta vida nos da igual o No tengo wifi, todo un himno preñado de ironía y descaro. Las letras, ingeniosas y agudas, puro orgullo homosexual,  reivindica Chenta, trazaron sonrisas entre el público que llenó su escenario, cómplice. Sí, el género cuenta aquí.

Poco después ocuparon el Village los africanos Kokoko! La banda congoleña, tres músicos africanos y un productor francés vestidos de amarillo, ¡concho con el color!, evidenciaron que para hacer música lo único importante es querer hacerla. Y es que sus instrumentos salen de vertederos, construidos con desechos indeseados. A partir de este reciclaje, el ritmo pautó el baile del público bajo el sol. Sonidos hipnóticos, circulares que atrapaban como el barro los pies en Glastonbury. Música bastarda, mezcla impura de tradición africana y ritmos electrónicos, algo que resultó adictivo.

Otro punto de interés lo propuso la noruega Jenny Hval, alternando melodías entrecortadas, ritmos que no se desarrollaban completamente, trazos ambientales y atmosféricos y voz para que el concierto evocase una pleamar de música, en la que las ondas sonoras iban superponiéndose subiendo poco a poco el nivel. Caramelos con algo de melodía y chincheta dentro. Puro Sónar.

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