La catarsis de Ivo Pogorelich
El pianista croata toca como si estuviera condenado a revivir sus tragedias personales. Y el piano fuese su descarga emocional
El actual Ivo Pogorelich (Belgrado, 1958) es el resultado de una reinvención. De caprichoso Dionisio del piano, en los ochenta, a esa imagen actual de estibador con pelo rapado. Casi una deconstrucción que siguió al traumático fallecimiento de cáncer de su esposa y maestra, dos décadas mayor que él, Aliza Kezeradze, en 1996. Lo reconoció en el diario alemán Die Welt, diez años después. Esa combinación de exigencia artística y linaje pianístico, heredero de Liszt y Beethoven, que lo elevó y eclipsó. Pero también ese tremendo desgarro personal que siguió al relato estremecedor de su final incluido en la referida entrevista: “Cuando [Aliza] murió, su hígado explotó y en su último beso me cubrió de sangre negra. Parecía el Fantasma de la Opera. Mi cabello estaba completamente salpicado. Pero no quise limpiarme. Y, cuando recibí las condolencias, todavía estaba cubierto de sangre. Todo el mundo lo comprendió. Fue como Jackie Kennedy, cuando no quiso cambiar su traje manchado con el cerebro de su marido. Supe que había sido feliz demasiado pronto en la vida, pero ahora debía mantenerme activo. He necesitado mucho tiempo”.
Quizá el pianista croata (su actual nacionalidad) no haya vuelto a ser el mismo. Cuesta reconocer hoy a aquel artista insurgente y fascinante. Al músico que ejerció la diferenciación y zarandeó la tradición pianística precedente. Que realizó grabaciones inolvidables para Deutsche Grammophon en los ochenta y noventa. Apenas ha vuelto a grabar desde entonces, aunque no suele faltar en la sala de conciertos. Va a cumplir sesenta años y está a punto de celebrar su cuarenta aniversario sobre los escenarios. Visita España frecuentemente con orquesta o en solitario. En esta ocasión ha combinado actuaciones con la Sinfónica de Galicia en Coruña, Madrid y Alicante junto a recitales en Valencia, Granada, Zaragoza, Alcoy (este martes) y Castellón (este miércoles). Su programa de recitales para esta temporada 2017/18 es variado e intenso. Se inicia con la cuarta de las sonatinas progresivas opus 36, de Muzio Clementi. Y, nada más comenzar su recital, ayer en Zaragoza, escuchamos las características distintivas del Pogorelich actual: tempo lento y perezoso, fraseo errático unido a lo que queda de aquella maravillosa articulación, corpórea y precisa, de antaño. En Clementi prefirió ahorrarnos las repeticiones y dio paso, sin aplausos, a Haydn.
Arrancó la famosa Sonata en re mayor, Hob. XVI: 37, del compositor de Rohrau, con el mismo aplomo musical, fastidioso y machacón. Pero en el largo e sostenuto central compareció, casi por sorpresa, el Pogorelich mítico del pasado. Hizo suya esa maravillosa zarabanda haydniana; le añadió incluso una segunda repetición, que no estaba escrita, pero que resultaba ideal. Diecinueve compases, que duraron casi seis minutos (más del doble de lo normal), donde elevó ese desolador arcaísmo que casi puede emparentarse con Bach. Fue un espejismo. Y en el presto final volvimos al Haydn, cortante, afilado y fatigoso del principio.
IVO POGORELICH. Obras de Clementi, Haydn, Beethoven, Chopin, Liszt y Ravel. XXI Ciclo de Grandes Solistas Pilar Bayona 2018. Auditorio de Zaragoza, 4 de junio.
La violencia de Clementi y Haydn hacía prever un Beethoven quizá interesante y diferente. Y escuchamos una versión de la famosa Sonata en fa menor, opus 57, Appassionata, sin carta de navegación, construida pasaje a pasaje, con más violencia que pathos, más pedal celeste que precisión dinámica; mucha sangre y poco drama. El andante con moto sonó caprichoso en cada una de sus variaciones. Conectó bien, eso sí, con el movimiento final, con ese grito inesperado en forma de acorde arpegiado de séptima disminuida. Pero tampoco estaba la noche para alucinaciones ni torbellinos. Y Pogorelich se plantó sin el menor atisbo de tensión en la coda final, presto, donde la carnicería sonora fue apoteósica.
Con Chopin tampoco hubo poesía en la Tercera balada, opus 47. El problema no consistía en dar veracidad a la opinión de Schumann, que relacionó la obra con Ondina, de Adam Mickiewicz, como por dar vida a los ambientes musicales que retrata. Y el segundo tema, elegante y danzable, fue un ejemplo de la capacidad de Pogorelich para retorcer una melodía con una articulación exagerada y una lentitud excesiva. Con Liszt, Pogorelich volvió a mostrar más capacidad que imaginación. Tocó los tres Estudios de ejecución trascendental programados en un orden diferente: abrió con una versión nada fáustica de Caza salvaje, siguió con un Fuego fatuo sin rastro de elfos y culminó con una interpretación extrema de Appassionata que fue el mejor de los tres y terminó con una stretta demoníaca. Un Liszt muy personal, como todo en Pogorelich, pero que cuesta vincular con la tradición del compositor que dice abanderar.
Y el recital terminó con otra muestra desconcertante de bravura y virtuosismo: La Valse, de Ravel, en la versión del compositor para piano solo. Otro ejemplo de ese pianismo hiperbólico que cultiva el croata en su obsesión por hacer sonar su instrumento como una gran orquesta. Una versión que estira los tempi, acuchilla las articulaciones, dinamita las frases y estresa el sonido del piano. Pero donde no hay apoteosis del vals vienés ni puede reconocerse el programa que incluyó el compositor en la partitura. Pogorelich toca como si estuviera condenado a revivir sus tragedias personales. Y el piano fuese su catarsis.
Babelia
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