Huérfanas de María Dolores
Éramos un grupo de amigas cercanas quienes la adoptamos como madre y a ella le encantó ejercer ese papel
Así me siento hoy: huérfana de María Dolores Pradera. No en sentido figurado. Absolutamente real. Éramos un grupo de amigas cercanas quienes la adoptamos como madre y a ella le encantó ejercer ese papel. Estuvimos junto a ella hasta el final. Ahora me reconforta recordar la primera vez que la vi sobre un escenario. Fue en la plaza de toros de Cáceres. Coincidió que pasábamos de gira con la compañía del Teatro Español. Al día siguiente nos tocaba aparecer a nosotros en el mismo lugar. Yo debía tener 17 años.
Enseguida comprendí su secreto: era diferente a todo. Se distinguía de cualquier cantante de su condición con una impronta inimitable. Pronto me di cuenta de ese rasgo distintivo que marca la comparación entre unos y otros. Era ella, de manera única. Y serlo implicaba un conjunto de virtudes propias: inteligencia, una elegancia apabullante, además de su sentido del humor surrealista que entroncaba con los grandes de su generación. Ese que emanaba de los aires de los que hacían gala publicaciones como La codorniz.
Así, hasta el final. No se me olvidará el día en que hace poco Miguel Poveda la invitó a cantar con él. Se presentó ante el público de Madrid con esta frase: “Se me hace muy raro para alguien de mi edad aparecer por la ciudad para algo así. Lo más normal es que si a mis años salgo a estas horas de casa sea para ir a urgencias”. Contaba chistes, pero no cualquier chiste, siempre sorprendía con algo que se adecuara a su específico sentido del humor. Tenía gracia hasta leyendo los prospectos de las medicinas.
Como artista, su legado y su ejemplo es punto y aparte. Ella nos abrió a todas las esquinas de América por gusto y ampliando horizontes. No lo hizo por necesidades del mercado, sino porque le salió naturalmente. Nos acercó a Chabuca Granda, pertenecía a ese rango de las grandes del siglo XX que hoy debemos reivindicar como un tronco a seguir. No solo en español, también a la manera de Edith Piaf y en perfecta conjunción con Chavela Vargas. Era una especie de Sinatra convertido en mujer, con aquella voz poderosa y sin grietas que conservó en su tono perfecto hasta el final. Quiero insistir en esta orfandad a quienes le pedimos que nos adoptara. Y en su maestría generosa. Acercarse a acompañarla, a reírse junto a ella representaba una escuela permanente que ya añoro con una tristeza inmensa.
Babelia
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