Cosas que aún no tienen nombre
Toda una lección humanista para los tiempos del etiquetado irreflexivo
Que los talleres de escritura creativa poseen alto potencial para el juego narrativo es algo que ya demostró Todd Solondz en la agresiva historia que abría Cosas que no se olvidan (2001): su diana era la cultura de la corrección política, pero el cineasta, que no daba puntada sin hilo, exploraba todas las potencialidades del territorio, en una sintética ceremonia de la crueldad que, finalmente, desestabilizaba la mirada de un espectador que no encontraba centro moral posible en esa perversa lección magistral sobre los claroscuros de la docencia y las problemáticas negociaciones entre experiencia vital y elaboración literaria. En su último trabajo, Laurent Cantet, con el respaldo de la imbatible lucidez de su coguionista Robin Campillo, escoge un veraniego taller de escritura como marco de su último trabajo, que, pese a las apariencias, no es un retorno por otros medios a las claves de su brillante La clase (2008), ni tampoco será el thriller en que, avanzado el metraje, parece convertirse. Curiosamente, Cantet es uno de los pocos contemporáneos admirados dentro de la excluyente misantropía cinéfila de Solondz, que aplaudió El empleo del tiempo (2001). Pese al contraste de las estrategias en juego, aquí, al igual que en Cosas que no se olvidan, las expectativas del espectador son sabiamente confrontadas a esa letra pequeña de lo real que, con tanta frecuencia, uno no se toma la molestia de intentar descifrar.
EL TALLER DE ESCRITURA
Dirección: Laurent Cantet
Intérpretes: Marina Foïs, Matthieu Lucci, Florian Beaujean, Mamodu Doumbia.
Género: drama.
Francia, 2017
Duración: 113 minutos.
En El taller de escritura, una popular novelista imparte un curso veraniego a un heterogéneo grupo de jóvenes de problemática integración en el ámbito laboral. El objetivo es escribir una novela a varias manos, utilizando la memoria de la comunidad donde se encuentran: La Ciotat, una localidad tan cargada de historia que incluso vio casi nacer al cine mismo, pero que también atesora un pasado de luchas proletarias y luce las heridas no cicatrizadas tras la muerte de la cultura del trabajo. Entre los alumnos hay de todo: desde quien se abstrae del grupo agarrado a su smartphone hasta quien ofrece un torrente de buenas ideas y, también, un elemento desestabilizador que acaba siendo el centro del relato. Si la literatura es el arte de hallar la palabra precisa, Cantet y Campillo proponen aquí que, a veces, determinadas expresiones –delito de odio, radicalización política— no son sino el funcional atajo para definir un malestar que no logra encontrar su nombre. Toda una lección humanista para los tiempos del etiquetado irreflexivo.
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