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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Opus magnum

God of War logra lo imposible, convertir a un antihéroe misógino en un padre conmovedor. También, llevar el videojuego a su cumbre

Los milagros existen. Y se dan, más que en ninguna otra parte, en el arte. No hace mucho, la mano pálida, viril y enorme de Kratos, el espartano protagonista de la saga God of war, no dudaba en hundirse en la cuenca ocular de un enemigo y desenraizar en un géiser de sangre el ojo que allí reposaba. Hoy, esa misma mano se congela a medio gesto, ansiosa por dedicarle una tierna caricia al hombro de su hijo.

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Hay que asumir que la edad del videojuego que estamos viviendo desde hace un par de años es una situación inaudita y excepcional. Una era, como decía, de milagros. Si el año pasado fue Nintendo quien se encargó de poner el videojuego patas arriba con sus Mario y Zelda —aunque hubo mucho, mucho más a destacar en 2017— en el 2018 es Sony la que parece decidida a demostrar cuán lejos se puede llegar en el décimo arte. Lo hizo al poco de arrancar el año, en febrero, con una restauración inolvidable de Shadow of the colossus. Y lo ha vuelto a hacer en abril, con el nuevo God of war, candidato automático no solo a juego del año, sino a ocupar lo más alto del Olimpo lúdico. Es, sin más, historia viva del videojuego.

God of war es un juego extraordinario no por un solo motivo, sino por muchos. Y ninguno es algo tan banal como un hallazgo tecnológico o una mecánica aislada peculiarmente inspirada. God of war se convierte en una obra maestra que sacude los cimientos de su medio por motivos mucho más profundos. Probablemente el más invisible e importante es que representa el restañar de una herida que ha partido el corazón del videojuego en este último lustro. Hablo, por supuesto, de la guerra cultural e intestina que se libra entre el sector renovador del videojuego y aquellos que lo quieren conservar inalterado en su vertiente más violenta, misógina y racista.

Si hubiera que situar a Kratos a un lado de la balanza antes de este God of war, probablemente hubiera ganado Gamergate, el movimiento de odio que aglutina a furiosos tuiteros a la caza y captura de cualquier cosa que huela a diversidad. Recuerdo el primer God of war, con ese minijuego de pulsar un botón mientras se le causa un orgasmo a una prostituta y se llega hasta a partir la cama. O la alelada e injustificada violencia que se permitía al jugador, pudiendo matar de manera brutal a los atenienses que huían despavoridos de las bestias mitológicas liberadas por Ares.

Que sea ese mismo Kratos el que ahora alecciona a su hijo e incluso a sus mayores enemigos constatando lo impúdico de la venganza y la necesidad de refrenar el odio es un retruécano inaudito. Y lo es porque no da ni una sola vez una nota en falso. Desde su conmovedor arranque, en el que Kratos y su hijo Atreus queman a su madre y comparten un silencio que se espesa y se espesa, haciendo difícil a quien juega tragar saliva por el nudo de emoción que va apretando por dentro, este God of war avisa al navegante. Hemos madurado. Nosotros, creadores de videojuego, hemos madurado. No es una huera frase de marketing. Es la pura verdad. Queremos contar historias que lleguen al hueso. Queremos tocar lo humano.

Información útil

Título: God of war

Plataforma: PlayStation 4

Director: Cory Barlog

Desarrollador: Sony Santa Monica

Distribuidor: Sony

Precio: 69,90

Justo al encarar el último tercio de la historia, God of war ofrece, para mí, el mejor momento de la historia del videojuego reciente, quien sabe si de la historia del videojuego en sí. Es un momento en el que Kratos acaricia un fragmento de su pasado, uno que encarna como nada la violencia enfermiza que infligió en otros, y escucha a un eco de su memoria acusarlo de monstruo, de fingir una paternidad que no siente porque lo único que anida en su corazón es la violencia. La contestación de Kratos, en su voz de glaciar partido, me atravesó el alma de parte a parte:

"Si, soy un monstruo. Pero no soy tu monstruo".

La épica que viene justo después, en la que el jugador debe desatar toda la violencia del pasado, está a la altura de ese estremecimiento. No es, en ningún punto, gratuita. Es tan necesaria como la que Spielberg nos hizo vivir en Omaha Beach o Coppola en las selvas de Vietnam.

Pero hay muchos, muchos más motivos por los que God of war es una obra aparte de prácticamente cualquiera en su medio y en cualquier otro medio. Uno tiene que ver con su apuesta estética. Se trata del plano secuencia más largo de la historia, uno que, virtualmente, es infinito, porque dura desde que el jugador ayuda a los brazos de Kratos a derribar un árbol a hachazos hasta que termine la última tarea que quiera realizar en el vasto mundo de Midgar. Es un puñetazo al vientre del cine, arte que siempre había ensombrecido al juvenil videojuego, ansioso de imitar al pater familias de las artes audiovisuales, de parecerse a él. Para demostrar que esa madurez es plena, God of war le demuestra al cine cómo puede coger una de sus armas y llevarla a un grado de sofisticación y complejidad imposible para el séptimo arte. Es una revancha digna de su iracundo y ahora reflexivo protagonista.

Sumando razones al por qué estamos hablando de uno de los hitos del medio, nos encontramos con la relación de padre e hijo. Pocas historias han logrado desarrollar de manera tan profunda, tierna y brutal una relación tan espinosa y potente. Solo se me vienen a la cabeza La carretera de McCarthy y Aflicción de Paul Schrader. A esas inconcebibles alturas está God of war, lejos incluso de otro tótem del videojuego que jugó con la paternidad magistralemente, The last of us. Hay algo en esa dialogada y escabrosa relación entre Atreus y Katros que toca la fibra primordial de los miedos que un padre carga sobre el porvenir de su hijo. Yo, como padre reciente, me he sentido tocado en lo más profundo.

Una imagen del videojuego de PlayStation 4 'God of war'.
Una imagen del videojuego de PlayStation 4 'God of war'.

Luego está el poderío visual, probablemente la cúspide tecnológica y artística que hemos visto hasta ahora en el medio. God of war invita a perderse en sus imágenes que son un asalto salvaje a los sentidos. Todo es inmenso y hermoso. Por ejemplo, esa gigantesca casa tortuga que carga sobre su caparazón un colosal árbol de hojas rojo sangre. O cualquiera de los templos en ruinas que hablan de una civilización caída en desgracia con una recreación fotorrealista de su decadencia hasta el último de sus detalles. El oro de sus bajorrelieves se siente palpable.

En paralelo a este bello habitar, el diseño y las mecánicas, fulcro y palanca que mueven el videojuego, son igualmente excepcionales. God of war encuentra un equilibrio ideal, en este sentido más aún que Breath of the wild, entre la libertad exploratoria del jugador y el hilvanado de una historia poderosa y por fuerza más lineal. Al contrario que la inmensa mayoría de juegos de mundo abierto, God of war no separa ambas, sino que las funde manteniendo una consistencia narrativa que habla de un esfuerzo atroz para que no suframos un extrañamiento a la inmersión en estos personajes, para hacer invisibles las cuerdas que mueven los hilos. Por su parte, las mecánicas de combate, que siguen siendo un pilar maestro, son una delicia letal. La danza de la muerte que pueden prolongar Kratos y su hijo da para aniquilar ejércitos sin descanso entre movimientos. Es un desatar de adrenalina que no envejece por muchas decenas de horas que uno se deje en el juego.

Me dejo para el final lo más importante; y esto es: una alianza. Un individuo, Cory Barlog, en el apogeo de su madurez artística y una compañía, Sony, capaz de apostarlo todo a una carta. Creo que desde la confianza que depositó United Artists en esa cumbre del cine de triste recuerdo por su fracaso comercial, La puerta del cielo, no habíamos visto jamás un ejercicio de confianza tan grande de un gran negocio a los deseos de un artista. El caso es que todo pinta que, al contrario que Cimino, Barlog va a arrasar con su apuesta kamikaze. Y no solo arrasar para sí mismo, sino para toda una industria que en los estratos más altos de la pirámide parece acusar pies de barro, poca credibilidad en la madurez de sus creadores y jugadores. En el éxito de God of war se juega mucho el videojuego para que obras maduras y con firma como esta puedan generalizarse en los proyectos de los más absurdos presupuestos.

Fuera como fuere, hoy es día de celebrar. Nadie, absolutamente nadie poseedor de una PlayStation 4 debería dejar de pasar esta obra. Y los que no la posean no encontrarán ni antes ni seguramente después una razón más rotunda para hacer el desembolso en uno de estos aparatos llamados consola que, probablemente, están muy cerca de su canto del cisne. Pero cantar algo como God of War bien vale el esparcir las cenizas del viejo videojuego en la cumbre más alta.

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