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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Julián y el hermano toro

El Juli conmueve La Maestranza con el indulto de 'Orgullito', bravo ejemplar de Garcigrande

Julián López, El Juli, en el inicio de su faena al ejemplar
Julián López, El Juli, en el inicio de su faena al ejemplarCRISTINA QUICLER (AFP)

Fue emocionante el último muletazo de El Juli a Orgullito. Estiraba el trapo como si estuviera recogiendo un náufrago del mar. Lo redimía de la muerte, enseñándole el camino de los chiqueros y, al fondo, el paraíso de la dehesa. Orgullito se había vaciado, entregado, ofrecido, pero el último resuello le permitió invertir su destino: de la plaza al campo, de la muerte a la vida.

Hubiera deslucido la ceremonia la irrupción de los cabestros. El cencerro es la deshonra del toro bravo. Y El Juli dispuso que se abstuviera el mayoral de su tarea. Emocionaba la intimidad del matador y la fiera. Que no eran matador ni fiera, sino el franciscano Julián y el hermano toro. Por eso El Juli acompañaba a Orgullito con la voz en cada muletazo. Lo jaleaba. No toreaba El Juli. No había engaños. Sobrevenía entre ambos una coreografía asombrosa.

Excepcionalmente bravo fue Orgullito, un ejemplar del hierro salmantino de Garcigrande al que Julián López alumbró acaso la mejor faena de su vida. La plaza, la hora. El día. Que se le tiembla a uno el pulso de evocarla, pues se desmayaba El Juli en cada derechazo. Se abandonaba, como se dice en el argot. Y se reunía con el toro como si no fuera ya posible distinguirlos. El toro era el hombre. El hombre era el toro. Respiraban a la vez.

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La armonía conmovió los tendidos. Alborotó una tarde de euforia, de conmoción y de histeria. No digamos cuando los aficionados elevaron a hombros al torero en el umbral de la Puerta del Príncipe. Y lo convirtieron en paso de semana santa, despojándolo del oro del vestido como a un tótem de la fertilidad y asomándolo al espejo del Guadalquivir cuando casi anochecía.

Y levantaban los sevillanos los móviles hacia el cielo. Como si fueran candelabros de la posmodernidad. Y gritaban “Torero, torero” al Juli, cuya mueca de felicidad con la cicatriz de una antigua cornada identificaba la tarde de la gloria y de la ingravidez. Esas muñecas rotas. Esa tauromaquia incorpórea. Y esa suavidad con que había mecido los vaivenes de Orgullito, igual que hace el viento con las espigas. El niño prodigio se hacía hombre prodigio.

Aitor Alcalde (Getty Images)

Y se le quedaba corto el apodo. El Juli suena a poco. Parece el diminutivo restrictivo de un torero superlativo. Qué lejos ha llegado aquel chavalillo rubio y retaco al que las autoridades prohibían torear en España porque no cumplía la edad. Qué grande parecía ayer en La Maestranza Julián, arrebatándose con el capote, ciñéndose la embestida de Orgullito como si el torero y el toro hubieran acordado dejarse ir, de la vida a la muerte, o de la muerte a la vida.

Fue un acto de entrega y de generosidad. El del toro, el del torero, y el del público también, pues los espectadores revistieron los tendidos de pañuelos blancos a semejanza de un oleaje embriagador para reclamar el indulto de Orgullito y los laureles de Julián. Ave Juli.

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