El artista que pensaba pintando
Rubens es el pintor de bocetos más importante del arte europeo. El Museo del Prado dedica una gran exposición a la herramienta creativa que el artista flamenco convirtió en todo un género
Igual que no hubo en su tiempo un pintor tan admirado como Rubens (1577-1640), no existe hoy en el mundo un museo que posea tantos cuadros suyos como el Prado. Lo primero convirtió al maestro de Amberes en frenético jefe de un taller que llegó a contar con 25 ayudantes –entre ellos Van Dyck- y que produjo 1.400 pinturas. Si 90 de ellas pertenecen a la pinacoteca madrileña se debe en buena parte a la estrecha relación del artista con la familia real española –fue consejero de Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II y soberana de los Países Bajos- y al hecho de ser el pintor favorito de Felipe IV. El rey, que tenía a Velázquez como pintor de cámara, llegó a encargar a Rubens medio centenar de cuadros para la Torre de la Parada, su pabellón de caza. Luego encargó copia de todos con destino al alcázar de Madrid: son las que adornan las paredes de Las Meninas.
Viajero, políglota, erudito, coleccionista y bibliófilo, Rubens suma a todos sus récords el de ser el pintor de bocetos más importante de la historia del arte europeo. De sus pinceles -sin intervención esta vez de sus discípulos- salieron cerca de 500, 73 de los cuales podrán verse en el Museo del Prado desde el próximo martes hasta el 5 de agosto en la exposición Rubens, pintor de bocetos. Comisariada por Alejandro Vergara, jefe de conservación de pintura flamenca del Prado, y Friso Lammertse, conservador de pintura antigua del Boijmans Van Beuningen Museum de Róterdam, donde recalará en septiembre, la muestra reúne piezas procedentes del Louvre, el Hermitage, la National Gallery de Londres, el Art Institute de Chicago o la Fundación Gulbenkian de Lisboa.
Aunque el propio Rubens usó fundamentalmente el lápiz y el papel como método para pergeñar futuras obras –se conservan 9.000 de sus dibujos-, la producción de bocetos al óleo sobre tela o tabla se convirtió en parte fundamental de su método de trabajo. Sobre todo a partir de los ocho años que, siendo un veinteañero, pasó en Italia. Allí habían empezado a emplearlos esporádicamente artistas como Polidoro de Caravaggio, Federico Barocci, Tintoretto o Veronés. Si el tamaño de esas obras oscila entre los 9x7 centímetros y los 150x120, sus destinatarios podían ser tres: el propio artista, un cliente o un ayudante. Plantear la composición de una futura pintura (o guardar memoria de una ya realizada), mostrar a un comitente lo que luego recibirá terminado y más grande (a veces son dos opciones para que elija) o servir de modelo a los tejedores encargados de realizar un tapiz eran las funciones básicas de un tipo de pintura que -sin perder su carácter instrumental- terminó por convertirse en un género en sí mismo: el boceto pintado.
Cuando los responsables de la Iglesia de los Jesuitas de Amberes preguntaron al artista si podían quedarse con las tablas preparatorias de los 39 cuadros que le habían encargado para el techo del templo, Rubens prefirió, en su lugar, pintar un lienzo para un altar. Tal era el aprecio que tenía por sus apuntes. Cinco de ellos cuelgan en la muestra del Prado junto a dos de sus célebres series para tapices: la de la Eucaristía, destinada al monasterio madrileño de las Descalzas Reales, y la de Aquiles, la última serie de tapices diseñada por un artista cuyo taller dedicó al héroe griego uno de sus lienzos más narrativos: el imponente Aquiles descubierto por Ulises y Diomedes que puede verse en la galería central del museo. A unos metros, en la exposición temporal, que permite un juego prodigioso de relaciones y comparaciones, cuelgan dos bocetos del mismo momento. Pero solo en el mayor y más acabado, Rubens añadió, tirado en el suelo del palacio, un ardiente corazón rojo símbolo del amor entre el guerrero y la princesa Deidamia, presente en la escena.
Altares, cuadros de caza, ciclos decorativos para palacios e iglesias en toda Europa, portadas de libros, esculturas, tapices o construcciones efímeras estuvieron en el origen de las pinturas preparatorias que realizó y guardó Rubens. En su mítica colección particular atesoró también las salidas de la mano de artistas como Tiziano, Tintoretto o Veronés. Apenas un siglo antes, Miguel Ángel había quemado todos sus bocetos. De ahí la trascendencia de la muestra del Prado, “un viaje al proceso creativo de uno de los cinco o seis maestros más importantes” de la pintura clásica, según Miguel Falomir, director de la pinacoteca, que en la presentación de la muestra estableció un vínculo irónico entre el taller del artista flamenco y las series producidas en el siglo XX por la Factory neoyorquina de Warhol.
Por su parte, los comisarios subrayan la importancia de Rubens en la consolidación de una forma de pintar y de apreciar la pintura que cuaja en la Venecia de Tiziano y que valora la falta de precisión. La “aceptación de una estética basada en el uso expresivo de la pincelada y de la ausencia de un acabado pulido son los precedentes que hicieron posible su desarrollo del boceto pintado”. Empujado por la necesidad de rentabilizar al máximo su propio éxito, Rubens “transformó ese tipo de imagen en un componente sistemático de la preparación de sus cuadros”. Aunque algún experto, recuerda Alejandro Vergara, ha llegado a decir que el autor de Las tres Gracias pudo haber pintado alguna de su tablas preparatorias en apenas una hora, él prefiere dejarlo en que “hay un lenguaje formal que es específico de sus bocetos”, un lenguaje que le permitía “definir las formas y encajar las composiciones, describir las expresiones de las figuras y establecer un esquema de luz y color, todo ello ahorrando tiempo al no llevar los bocetos al mismo nivel de acabado que vemos en sus otras obras”. Lo cual, insiste Vergara, no significa que sean obras por terminar: es que son así. Algunas, de hecho, solo difieren de las pinturas finales en su carácter preparatorio: “Aunque son obras terminadas, dan la impresión de no estarlo, de ser obras en las que el pintor aún está trabajando”. De ahí que la exposición del Prado desprenda una impagable atmósfera de taller.
La muestra se cierra con un guiño a la estética de lo aparentemente inacabado: el retrato de Clara Serena Rubens, hija mayor del artista, que fallecería con 12 años, seis después de que la pintara su padre. No es un boceto sino un cuadro abocetado. Para Alejandro Vergara, es un gran ejemplo del carácter “metafísico y trascendental” de la obra de Rubens. “No era un realista. Siempre pintaba la vida mejorada. Este no es el retrato de su hija, ninguna niña desprende esa belleza, es el retrato del amor con que la mira él”.
Los presupuestos del Estado y san Agustín
El próximo 25 de junio, semanas antes de que termine Rubens, pintor de bocetos, el Museo del Prado abrirá ocho nuevas salas destinadas a la pintura flamenca. Lo que no parece probable, reconoció ayer Miguel Falomir, es que a finales de año, como estaba previsto en el proyecto de Norman Foster y Carlos Rubio, empiecen las obras de acondicionamiento del Salón de Reinos en el vecino edificio del antiguo Museo del Ejército. En los Presupuestos Generales del Estado de 2018 figura una partida de un millón de euros destinada a tal fin, pero dichas cuentas siguen pendientes de su aprobación en el Congreso de los Diputados, donde el Gobierno no consigue sumar una mayoría que les dé luz verde.
Por otro lado, preguntado por la reciente atribución a Rubens del retrato de San Agustín que cuelga en el altar de la Iglesia de la Purísima de Salamanca, Alejandro Vergara respondió escuetamente: "Habrá que ver el cuadro". Tanto él como Friso Lammertse conocían el boceto que resultó clave para el hallazgo realizado por Matías Díaz Padrón, antiguo conservador jefe de pintura flamenca del Prado. "No nos convenció", dijo Vergara. Por eso no está en la exposición.