¿Devorará el Real a la Zarzuela?
La absorción del teatro ha exagerado el dramatismo, pero responde a un modelo sensato
Se antojan comprensibles los recelos y suspicacias que han originado la absorción de la Zarzuela, más todavía cuando el Real se observa como una criatura superior y hasta depredadora. Y cuando el propio teatro absorbido surgió en 1856 precisamente como respuesta al poder omnímodo del teatro grande. Era la manera de defender el repertorio nacional y de proteger la zarzuela, sobre todo porque los intendentes del Real, casi siempre privados, rara vez condescendían con los compositores españoles. Prevaleció el repertorio italiano, la devoción a la grand opèra, el culto a Wagner, la mitomanía de las estrellas, razones todas ellas que redundaron en la marginación de la música española, hasta que la Zarzuela reaccionó como instrumento de despecho.
Los antecedentes históricos sobrentienden que el Real va a devorar al teatro de la calle Jovellanos. Ha habido protestas, huelgas y movilizaciones para impedir la operación. Y se ha consolidado la idea de que se va a “perpetrar” una privatización, aunque uno piensa que la indignación y la sugestión están sobreactuadas en un estado aprensivo de psicosis.
Reviste interés, por ejemplo, que se produzca una relación coreografiada entre el Real y la Zarzuela, un diálogo artístico y programático, incluso parece sensato que la solvencia financiera e institucional del trasatlántico de la plaza de Oriente robustezca la salud y la proyección del teatro fagocitado, siempre y cuando no se comprometa su idiosincrasia ni su misión de espacio alternativo en la custodia del repertorio que se justifica en su nombre, en sus precios y en otros ciclos (lied, música de cámara) que han conformado su identidad y su memoria sentimental.
No puede hablarse de una privatización, a menos que consideremos que el Liceu de Barcelona o el Real son instituciones privadas. Su naturaleza de Fundación implica los recursos de patrocinadores y de empresas, pero se trata de una fórmula híbrida de la que forman parte las administraciones. No ya con los inmuebles, sino con la contribución a los presupuestos.
El Ministerio de Cultura y la Comunidad de Madrid representan en torno al 28% de la financiación del Real. Han ido perdiendo peso el uno y la otra en los últimos años, pero el repliegue no obedece tanto a la desgana -o a los recortes- como a la capacidad del Real para encontrar recursos económicos sin demasiadas facilidades legislativas (¿qué fue de la ley de mecenazgo?).
El teatro “grande” ha sobrepasado la feroz crisis económica gracias a su estabilidad presupuestaria -48% de recursos propios, 26% de patrocinio- y ha logrado despojarse de las presiones e intimidaciones políticas, tan ligadas al intervencionismo con que los poderes públicos pretendieron instrumentalizar el teatro -y muchas veces lo consiguieron- desde su reinauguración en 1997.
El Teatro Real tiene una estructura aseada e independiente. Ha consolidado una gestión artística equilibrada y de reputación internacional. Observa en sus propios estatutos fundacionales la protección del repertorio español. Lo ha demostrado con obras de repesca y con estrenos absolutos. Y hasta consta en su embrión el objetivo de incorporar la Zarzuela, precisamente como expresión de una dialéctica cultural que le conviene a la vida musical española. Queda justificada, por tanto, la operación del matrimonio: por la economía y por la expectativa de la calidad artística.
Ni es una privatización la de la Zarzuela ni implica la aniquilación de su historia y de sus tradiciones, entre las cuales, por cierto, también figura su importancia como teatro de ópera en todas las décadas que permaneció cerrado el Teatro Real o cuando estuvo limitado éste último a sala de conciertos.
Lo que procede ahora es un ejercicio de responsabilidad. Garantizar a la zarzuela y a la música española -y a los artistas- un hábitat propicio. Y una relación armoniosa con la casa madre. Igual que el Parlamento tiene dos sedes complementarias -el Congreso y el Senado- el maridaje del Real y de la Zarzuela puede aspirar a una feliz convivencia bicameral, no desde el buenismo ni desde la cándidez, sino desde los presupuestos artísticos, institucionales y financieros que coinciden para conseguirlo.
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