Expediente Meyerbeer (I)
¿Por qué ha desaparecido del canon uno de los compositores más importantes del XIX?
Impresiona el papel gregario, secundario y hasta marginal que desempeña Giacomo Meyerbeer (1791-1864) en el canon de la ópera de nuestro tiempo. No ya considerando que fue el compositor más interpretado del siglo XIX, sino además porque su arrinconamiento en los teatros parece renegar de la influencia que desempeñó como timonel de la "grand opèra", sobrepasando el furor belcantista y erigiéndose en el punto de enlace entre la agonía de Mozart y el mesianismo de Wagner.
Meyerbeer no inventó la gran ópera de cinco actos ni ideó el paradigma del gran drama histórico, pero fue su principal valedor y su expresión más influyente. Entendió la transformación del género tanto como comprendió su mutación sociológica.La ópera había escapado al privilegio de la aristocracia. Formaba parte de la inquietud de la burguesía. Y canalizaba el interés y el apasionamiento hacia la política.
Lo demuestra el conflictivo estreno en Bruselas de La muette de Portici. Ha desaparecido de la memoria la ópera de Auber tanto como lo ha hecho Auber mismo, pero su obra fue un testimonio embrionario de la "grand opèra" y sirvió de chispa incendiaria al movimiento de independencia de Bélgica en el tormentoso ejercicio de 1830.
Quiere decirse que los espectadores reacios a la ocupación holandesa se adhirieron con entusiasmo al argumento libertario de la ópera: Auber aludía a la rebelión de Masaniello contra el virreinato español en Nápoles mediado el siglo XVII, pero no podía sospechar el compositor francés que la melomanía concentrada en el teatro bruselense sintiera el veneno subversivo de tomar por la fuerza la comisaría central y provocar desmanes en la sede del periódico gubernamental.
El episodio es ilustrativo del fragor y fervor político que desempeñaban los teatros desde la Revolución Francesa en adelante. Se consumaba dentro de ellos el nuevo orden social. Se liberaban las cadenas de la censura y del clericalismo. Y se incorporaban "actores" tan inesperados como la luz de gas regulable -novedosa en el brillo y ambientación de los montajes escénicos- o tan decisivos como los empresarios privados.
Eran ellos quienes exponían su dinero y quienes debían afinar la relación del público y los compositores. Porque la ópera era un negocio. O estaba a obligado a serlo en la economía de los nuevos intendentes, cuando las oportunidades de ocio -el teatro, los toros, la zarzuela- eran mucho menos abundantes que las actuales. Ni siquiera se había inventado el fútbol. Tampoco existía el cine. Ni proliferaban los melómanos de larga tradición, tanto por la criba de la capacidad adquisitiva como por los altibajos de la programación.
Ninguna manera mejor para atraerlos que la propuesta de un gran espectáculo. No sólo imponente en su dramaturgia,en su narrativa escénica y en su factura melódica, sino atractivo desde el interés polítiico-social que debían trasladar la música y la trama.
Fue París el eje de la gran transformación y el milagroso espacio cultural en que se engendró el híbrido de la "grand opèra". La propia definición en francés establece una patente geográfica y cultural, pero no se explica semejante acontecimiento sin la concentración de talentos "extranjeros" que contribuyeron a formularlo. Desde la constelación de compositores italianos -Rossini, Spontini, Cherubini- hasta la propia figura cosmopolita de Giacomo Meyerbeer: un nombre italiano y un apellido inventado.
Pues ocurre que Giacomo Meyerbeer era alemán. Y se llamaba Yaakov Liebmann Beer. Y procedía de una adinerada familia de empresarios y banqueros judíos. Tenía el porvenir resuelto, pero sus precoces y evidentes aptitudes musicales -niño prodigio, concertista de piano excepcional- estimularon su trayectoria de compositor. Primero en Italia, fogueándose como epígono belcantista en Venecia (Emma di Resburgo", Il crociatto in Egitto) y después en París, donde comprendió mejor que ningún otro colega la sociedad mutante en la que se encontraba y donde pudo perfilar la idea de la ópera como espectáculo total, anticipando incluso la apología wagneriana.
Meyerbeer fue bendecido por Goethe en Alemania y por Eugène Scribe en París. Y comprendió que el público post-revolucionario necesitaba mayores estímulos que los dramas mitológicos o remotos amontonados en el catálogo de la "tragedie lyrique". A cambio, les propuso reflexionar sobre la historia. Tan reciente como la matanza de la noche de San Bartolomé -Los hugonotes"(1836) - o tan propicia a las extrapolaciones contemporáneas como pudieran serlo "Robert le Diable"(1831), LeProphète(1849) y hasta "L'Africaine, cuyos últimos ensayos en la escena parisina coincidieron con la muerte del compositor y mitificaron en caliente al afrancesadísimo extranjero.
Meyerbeer era la figura hegemónica de la ópera occidental cuando el Teatro Real empieza a desperezarse. Su primera obra llegó a Madrid el 4 de enero de 1854 y consistió en la versión italiana de Roberto il diavolo, aunque el verdadero idilio entre el compositor francoalemán y la afición madrileña se inició en la octava temporada. Llegaban "Los hugonotes", 22 años después de su estreno en París. Y conocerían desde entonces hasta el cierre de 1925 el hito de 241 representaciones.
¿Cómo se explica, entonces, el extraño expediente Meyerbeer?¿Por qué ha desaparecido un compositor tan importante de la faz de la Tierra? Seguiremos informando...
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