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Los cuadernos del agente secreto

El nuevo libro del escritor jienense tiene tanto de urgencia terapéutica como de canto de amor a su mujer, celebración de la literatura y repudio del azar del éxito

Jordi Gracia
Cuadernos en los que Antonio Muñoz Molina escribió su último libro.
Cuadernos en los que Antonio Muñoz Molina escribió su último libro.

Este libro tiene tanto de urgencia terapéutica y morosa como de ratificación literaria; de canto de amor a su mujer, Elvira Lindo, como de expiación de culpa inmotivada; tiene tanto de celebración de la literatura como de repudio del azar del éxito y la fama. Lo que sigue igual a sí mismo es la prosa hipnotizante de Muñoz Molina, la propensión solemnizadora que anida en su minuciosidad, esta vez fragmentada en un libro mosaico, un libro collage, un libro rompecabezas. La estructura más visible de la novela es el diario personal, el cuaderno de campo donde el antropólogo registra lo que ve y lo que escucha, lo que siente y lo que necesita para la ulterior elaboración de sus investigaciones.

Por eso el grueso libro va mechado de ilustraciones procedentes de los archivos del propio Muñoz Molina —recortes, fotos, noticias— en sus funciones de espía callejero, de agente secreto de las vidas ajenas. Buena parte de sus materiales son transcripciones elaboradas, levemente artificiosas a veces, muy literarias otras, de las voces, los ecos, los rumores y las angustias de la población ordinaria de Madrid, de Lisboa, de París y de Nueva York. El móvil con la grabadora activada en el bolsillo registra gritos, interjecciones, vocerío en una caminata que llevará a un yo del escritor desde el café Comercial de Madrid hasta la última residencia estable de Edgar Allan Poe, al final del libro, mientras la oficina portátil de Muñoz Molina transcribe en cuadernos y a lápiz esos retales grabados, con sus sacapuntas a cuestas y sus lápices de colores siempre a mano. Son las ciudades las que pautan este libro y es la vivencia de esas ciudades lo que lo impregna de una populosidad salmódica. El recurso de transcribir una y otra vez noticias y eslóganes publicitarios contagia al libro de una lentitud peligrosa, como si la saturación de nimiedades no contuviese ya un alto riesgo de enfriamiento narrativo, de ralentización a veces exasperante del tempo de lectura. Sugiero a contracor que una poda enérgica de páginas hubiese ayudado al libro a ceñirse a sí mismo y a atraer a un lector afín, dispuesto a seguir su ruta de deambulador profesional por las vidas de los demás y por la suya propia de escritor, a ratos descarnadamente expuesta.

Este libro cuenta esta historia íntima sobre el doble fondo de escritores con vidas arruinadas y literatura trascendente

Las mejores páginas proceden de dos fuentes de interés en torno a las cuales pivota de veras su trama profunda y más valiosa. La primera tiene que ver con las crisis agudas de desánimo y de escritura, los miedos súbitos del escritor a la parálisis y la esterilidad: miedos inasibles y difusos pero clínicamente turbadores. El segundo eje sumerge al escritor bien en las peripecias humanas, biográficas y casi siempre derrotadas de un puñado de escritores singulares, bien en el magma del anonimato y la vida común de la inmensa mayoría. Son dos formas de bañar el ánimo en experiencias enteramente ajenas a uno mismo y ambas son formas de nutrir el libro y la propia vida con lo ajeno para escapar al miedo: vías para reactivar la curiosidad y la laboriosidad, la disciplina y la curiosidad vital.

La portada despista con un Fernando Pessoa icónico que, sin embargo, es poco relevante en la trama del libro, aunque el Libro del desasosiego sea parte de su estímulo. Tanto Edgar Allan Poe como Thomas de Quincey, tanto Melville como Stevenson, tanto Baudelaire como Walter Benjamin fueron escritores desestimados por su tiempo y su época, olvidados, autodestruidos, vencidos por el roedor depresivo o por la coyuntura adversa. La lista es canónica, previsible y popular, pero también es conmovedora: hacen el papel de casos clínicos de genialidad visionaria no integrada, no aclimatada, derrotada por un tiempo más anodino y vulgar que ellos. Sus vidas pespuntean el libro atravesado por las calles de París o de Nueva York, a la vez que restallan como iconos de la modernidad consagrados celebérrimamente de forma póstuma. París es el clima y la atmósfera que recorre Muñoz Molina (o su narrador: el libro persigue la identificación entre escritor y narradores) en busca de sus pasos, como lo es en el caso de Nueva York.

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El cordón que lo une todo es la batalla contra la angustia y una epifanía moral que culmina en las páginas finales. El lector de este periódico (y de muchos otros) sabe que Muñoz Molina vivió una justa consagración temprana desde sus primeros libros —una poderosa novela como Beatus Ille, su Robinson urbano, su Diario del Nautilus—, pero nada protege al escritor de las murrias de la inseguridad y los vértigos del miedo, de las neurosis y las obsesiones paralizantes. Este libro cuenta esta historia íntima sobre el doble fondo de escritores con vidas arruinadas y literatura trascendente, a un lado, y la populosidad enigmática, selvática, intimidatoria del mundo real, al otro.

En su fondo más íntimo hay una apertura en crudo a la vida de las personas normales, un intento de restituir a la literatura retirada y neurótica del escritor la dimensión plural de la vulgaridad cotidiana, la brutalidad y la tiranía consumista del mundo occidental. Detrás de este libro existe un aliento moralizante disfrazado de inmersión antropológica, casi de zoología humana, como espacio de escape a la carcoma que acecha al escritor: nada ni nadie le blinda contra la sospecha del sinsentido de su oficio ni contra el narcisismo ensimismado.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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