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historia

El arca de Noé de la modernidad

El tránsito al siglo XX fue la Edad de Oro de las postales, que se convirtieron en objeto de colección para pobres. Un libro cataloga las 45.000 impresas en España hasta 1905

Postal del Rastro de Madrid.
Postal del Rastro de Madrid.casa postal
Andrés Trapiello

Quien haya pasado alguna vez por la calle de la Libertad de Madrid habrá reparado, sin la menor duda, en el escaparate de Casa Postal, una tienda tan pequeña que ha de entrarse en ella de perfil, como los jeroglíficos: cromos, juguetes de hojalata, bolas de cristal… La tienda sin embargo no se dedica a eso. En la tienda, pequeña, casi una miniatura, se venden tarjetas postales. En sus archivadores, parecidos a los ficheros del Museo Británico, hay más de un millón a la venta. 45.000 son las que aparecen por vez primera en este catálogo monumental. Todas las que se conocen hasta la fecha. Faltarán, se supone, otras 5.000 o 6.000, ignotas o extraviadas. Una obra faraónica.

Hablemos de ello. En cualquier otro país que no fuera este aduar de beduinos se habría recompensado a su autor, el asturiano Martín Carrasco, con la Orden de la Jarretera por un esfuerzo tan colosal: toda una vida coleccionándolas, catalogándolas y ahora editando esos 200 ejemplares sin ayuda alguna, y, por si fuera poco, esperando a que alguien entre a comprarle el libro.

Hace 60 años que los conservadores del Metropolitan de Nueva York empezaron a adquirir para el museo grandes colecciones de tarjetas postales. Advirtieron en ellas una fascinante información histórica: eran el arca de Noé de la modernidad. Basta hojear las casi 600 páginas de este catálogo y las más de 3.000 postales reproducidas en él para conocer aspectos de España que en muchos sesudos tratados no aparecen. Al margen, claro, de la belleza de muchas de ellas y de lo que son la mayoría: cristalización de un momento de dicha. La mayor parte exportan lo mejor de un lugar y se circulan con ellas momentos memorables, o que aspiran a serlo: “Quiero que sepas que cuando estaba lejos, disfrutando de ese lugar tan hermoso que figura en la postal, me acordé de ti, y mi felicidad habría sido completa si hubiera podido tenerte al lado, disfrutando juntos de este momento”, parecen decirnos. Esa felicidad es contagiosa: a todo el mundo le gustan las postales, a todo el mundo le gusta recibirlas y por eso las ha conservado todo el mundo; nadie hubiera osado destruirlas.

Las que se catalogan aquí van del año 1887, fecha de la primera de que se tiene noticia, a 1905, la Edad de Oro de la tarjeta postal, y su autor ha tenido que ir a buscarlas a varios continentes, allá adonde se enviaron. Las postales en origen eran, pues, cosa de acomodados viajeros, pero las coleccionaron los pobres, que se hacían la ilusión de viajar. Si el coleccionarlas no hubiera sido cosa de pobres, los responsables de nuestros museos y bibliotecas, nuevos ricos acostumbrados a la pólvora del rey, las acopiarían si no por sagacidad, como sus colegas del Met de Nueva York, sí por mímesis y esnobismo.

Acaso nos convenga así: los provincianos vagamundos podremos seguir comprándolas en el Rastro por un euro. ¿Y qué buscamos en ellas? Sin ir más lejos, en las cuatro rarísimas que se conservan del Rastro madrileño, de principios del siglo XX, una imagen fidedigna de algo que sólo estaba apuntado en los libros de Mesonero, Baroja o Gómez de la Serna y en algún cuadro de Solana: la miseria de las Grandiosas Américas y la desolación baudelairiana, la mirada luminosa de unos niños andrajosos, que ya habrán muerto, y la temperatura moral de aquellos barrios bajos.

Al margen de la minuciosa catalogación de Martín Carrasco, el entomólogo de las postales, voy pasando lentamente sus páginas. Pocos festines comparables. Cuanto más grande es el mundo, más hospitalaria y confortable es la casa postal que les ha dado. Todas y cada una hablan de nosotros. Son auráticas, con su poder de acercarnos tantas lejanías. Están representados cualquier ciudad, pueblo o lugar, grande o pequeño, transitado o escondido, próximo o remoto de España, Puerto Rico, Cuba, Filipinas y las colonias africanas, donde prendió una industria que nadie pensó que llegaría a ser tan floreciente. Hasta que, pasados 100 años, casi se ha extinguido. Está a punto de suceder. Como el plástico acabó con los alfares, los esmarfons están a punto de apuntillar uno de los inventos más afortunados, el canto del cisne del romanticismo.

El autor de esta obra, empezada hace 15 años, confiesa que su mayor temor era, dada su edad, no verla terminada. Que lo haya logrado precisamente ahora acaso sea providencial. Tal vez empiecen a interesarse por las postales alguien más que los beneméritos cartófilos. Y ese será un hecho feliz, tal vez el último, como quien dice, concerniente al asunto que tratamos.

Catálogo de las tarjetas postales ilustradas de España. Martín Carrasco Cortés. Casa Postal, 2018. 594 páginas. 70 euros.

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