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Columna
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Fulgor de las imágenes

Todo el mundo puede dibujar dignamente, dice David Hockney. El dibujo es una destreza artesanal que se mejora con buenos maestros

Antonio Muñoz Molina
'Chica durmiendo', dibujo de Rembrant de 1654.
'Chica durmiendo', dibujo de Rembrant de 1654.DE AGOSTINI / GETTY

Empezó a dibujar más bien por casualidad hace unos meses y ahora no puede dejarlo. Empezó una tarde de indolencia, por el simple motivo de que encontró a mano un cuaderno y una caja de lápices. Buscó una foto de alguien querido en el móvil. Se puso a tantear el dibujo casi como quien traza líneas casuales mientras habla por teléfono. Pero las líneas, para su sorpresa, iban adquiriendo un parecido evidente, y hasta tuvo la cautela instintiva de no insistir demasiado queriendo mejorar algo que se malograría si no paraba a tiempo. Pronto el primer cuaderno, más bien una libreta apoyaba inestablemente en las rodillas, se convirtió en otro más grande, de hojas más recias y adecuadas al dibujo; y la primera caja de 12 colores, que había ejercido al principio una seducción de simplicidad escolar, la cambió por otra más grande, no de cartón sino de metal, una caja lisa y magnífica de 24 colores. El cuaderno era un diario al que le gustaba añadir cada día al menos un dibujo, siempre un retrato, de personas pero también de animales, un perro, un pájaro multicolor en una rama, un león. Se pone a dibujar y se le van las horas. El tiempo desaparece en el ensimismamiento de esa tarea. El dibujo trae un silencio añadido a la casa. Exige un máximo de concentración y deparaba la serenidad de cualquier ejercicio de precisión que se hace con las manos.

En estos pocos meses ha progresado velozmente, a base de puro tanteo, de intuición, de observar personas y observar dibujos, de descubrir las virtudes particulares de cada tipo de lápiz, las gomas de precisión, los rotuladores que permiten acentuar dorados y blancos. La práctica del dibujo le educa la mirada para fijarse más atentamente en las obras de arte y en las imágenes cotidianas de la vida. Mira una cara y busca los rasgos que definen su individualidad. La contemplación es más honda porque tiene una parte activa: es como el aficionado que toca aceptablemente un instrumento, y aunque nunca será un virtuoso, ni aspira a serlo, sí adquiere una percepción interior de las obras. Es la diferencia fundamental que en nuestro mundo palabrero se borra, o se olvida: la diferencia entre hacer y no hacer.

Todo el mundo puede dibujar dignamente, dice David Hockney. El dibujo, en gran medida, es una destreza artesanal que se aprende, y que se mejora con la guía de buenos maestros, que es sobre todo una guía práctica. En un libro literalmente deslumbrador que acaba de publicar Siruela, Una historia de las imágenes, David Hockney cuenta los años de su adolescencia y de su primera juventud que dedicó al aprendizaje del dibujo, y explica algo que parece ir en contra de todas las ortodoxias del arte, al menos desde hace un siglo: el arte, el dibujo, las imágenes, la pintura, no son el reino vedado de unos cuantos genios y de los expertos que los certifican y los canonizan, y que aseguran la exclusividad de su acceso, como cualquier casta de poder con adornos religiosos, usando un lenguaje hermético que solo entienden ellos, y envolviéndose en rituales y hasta en formas de vestir que les permiten al mismo tiempo reconocerse entre sí y detecta a los advenedizos. En cada arte hay talentos excepcionales y otros medianos o aceptables o mediocres, pero todos necesitan por igual el estudio y el dominio de las técnicas que se correspondan mejor con sus inclinaciones, y todos pueden disfrutar del placer de la creación y del desarrollo particular de sus capacidades. David Hockney estaría de acuerdo con Jean Dubuffet cuando dice que el arte es tan necesario como el pan para los seres humanos. Sin el pan, dice Dubuffet, se mueren de hambre; sin el arte, se mueren de tedio.

Todo el mundo puede dibujar dignamente, dice David Hockney. El dibujo es una destreza artesanal que se mejora con buenos maestros

Pero el arte no es solo lo que académicamente se llama así. El título del libro de Hockney —que tiene la forma de una conversación apasionada y erudita con el historiador Martin Gayford— no es Una historia del arte, sino Una historia de las imágenes, por motivos muy precisos. Hay obras de arte abstractas y decorativas en las que no existen imágenes. Y el mundo de las imágenes, de todas las imágenes, abarca mucho más que aquellas que reciben la aprobación canónica como obras de arte. Para un aficionado verdadero a ellas, casi no hay imágenes que no le resulten seductoras. Hockney y Gayford se dedican jubilosamente a celebrarlas todas, lo mismo un fotograma de El halcón maltés o del Pinocho de Walt Disney que un icono bizantino, un dibujo hecho en ipad, una foto tomada con teléfono móvil, un daguerrotipo espectral de 1840, un toro al galope en una cueva prehistórica, un rollo chino con un paisaje y una comitiva que se despliegan a lo largo de decenas de metros, una foto de promoción de Marlene Dietrich, un dibujo de Rembrandt hecho en un trozo de papel de apenas unos centímetros.

El historiador del arte ve inevitablemente los periodos y los estilos en una sucesión evolutiva. Atestiguando que un pintor de Chauvet o de Altamira no es menos diestro que Miguel Ángel o Degas, y que cualquiera que aspira a lograr una imagen se enfrenta a un problema idéntico —­cómo representar en una superficie en dos dimensiones la tridimensionalidad del mundo—, David Hockney y Martin Gayford prefieren mirar el universo de las imágenes como un gran presente simultáneo. Es la simultaneidad que nos permiten la tecnología y nuestra propia codicia de disfrutar juntas todas las imágenes y encontrar las conexiones que las iluminan entre sí a pesar de distancias de siglos. Una Magdalena de Tiziano y la Ingrid Bergman de Casablanca tienen el mismo brillo velado de exaltación y pérdida. Las olas de la orilla a la que la ballena arroja a Pinocho y Gepetto en la película de Walt Disney se parecen a las de un grabado japonés del siglo XVIII. El reflejo de luz en una armadura pintado por Caravaggio y el de un sombrero de copa en un cuadro de Fantin-Latour están resueltos con la misma solución técnica.

Se inclina de nuevo sobre una hoja ancha y recia de papel y sujeta el lápiz entre los dedos con una soltura que no tenía hace solo tres, dos meses. Traza una línea sinuosa y empieza a suceder el milagro que se repite exacto desde hace milenios, decenas de millares de años: basta el trazo para sugerir una figura, un gesto, algo más misterioso todavía, pues no solo es visible: una presencia.

‘Una historia de las imágenes’. David Hockney y Martin Gayford. Traducción de Julio Hermoso. Siruela, 2018. 360 páginas. 48 euros.

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