Woody Allen inmortal
Si el nihilismo no pudo con él, menos va a hacerlo una campaña de oscurantismo comercial
Se dilata, se extiende, el proceso público de evisceración al que está siendo expuesto Woody Allen, convirtiendo incluso en cómplices de sus "delitos y faltas" a quienes profesamos devoción al cineasta neoyorquino. Devoción a su cine y a su filosofía, pues se intrincan la una y la otra en una visión del mundo que oscila del nihilismo al erotismo como si fueran poderes antagonistas. A Woody Allen se le condena a la muerte civil por de un delito sexual que ni siquiera fue elevado a los tribunales, y se le somete a un proceso de expiación de su obra. Una enmienda total. Se reniega del hombre y se termina prendiendo fuego a sus películas en una suerte de aquelarre oscurantista.
Se diría incluso que Hollywood, ese templo budista de la moral, está vengando al hijo descarriado. Y que se han puesto en cuarentena todas sus conductas con la ley de la justicia preventiva. Una purga que no proviene del estupor hacia el hipotético pederasta, sino de las cautelas comerciales. Nada es más sencillo que suscribir una moda y que comprometerse con la inercia. Porque no hay compromiso, sino mimetismo. Y porque el linchamiento colectivo amortigua la responsabilidad individual. Son los tiempos del eslogan. Y de las camisetas de usar y tirar, pues un día somos Charlie, otros somos las niñas de Boko Haram y al tercero la emprendemos contra Woody Allen. Tantas cosas somos que no somos ninguna en la comodidad de las criaturas mutantes.
De Woody Allen me gustan todas las películas, hasta las peores. Me confortan cuando la música de fondo, pongamos una música contemplativa de jazz, predispone, blanco sobre negro, en letras de tipografía windsor los nombres de Charles H. Joffe, de Stephen Tanenbaum, uniendo una obra con la anterior y con la siguiente, en una suerte de itinerario lúcido, sarcástico y pesimista.
No es verdad que Woody Allen repita una y otra vez la misma película. Ocurre que todas emanan de la misma personalidad y del mismo ingenio. Y también de las mismas obsesiones: el sexo, el nihilismo, claro, el humor negro, el sexo, el amor sin correspondencia, el sexo, la hipocondría, el sexo, y el pavor a la muerte. Que tiene, la muerte, verdaderos superpoderes, como ironiza uno de sus alter egos en un pasaje de Magia a la luz de la luna.
Pude conocerlo y entrevistarlo a propósito de Vicky Cristina Barcelona. Lo admito. Esta película no me gustó ni a mí, pero la tengo idealizada porque me permitió charlar con Woody Allen. Identificar su mirada de asombro por encima de la montura de las gafas. Escuchar que estaba "completamente en contra de la muerte". Reconocer como un arrullo existencial su voz atiplada. Y confirmar la impresión de un personaje entrañable, nervioso, que no parecía exactamente un depredador sexual y que era consciente de que ya no podía aparecer como antigalán de sus películas.
Por eso lleva algunos años reencarnándose en Joaquin Phoenix, o en Colin Firth, o en Owen Wilson, o en Josh Brolin. Y resitiéndose a cumplir 80 años, pese a que los ha cumplido con creces. Como se resistió a recoger sus cuatro premios Oscar en las galas del onanismo. Hollywood le ha devuelto el desprecio. Y se ha propuesto empalarlo, aunque se trata, en realidad, de una moda efímera. Woody Allen ya nos sobrevive en cuanto creador de un lenguaje tragicómico que implica una concepción del ser humano. Y que explica -ya entramos en materia- que su aventura en la ópera consistiera en el humor, amor y pavor de Gianni Schicchi de Puccini.
Suya fue la dramaturgia que vimos hace un par de años en e Teatro Real como suya fue la idea de extrapolar la obra del medievo florentino al neorrealismo, recreando una escenografía abigarrada que predisponía al pintoresquismo de los personajes y que permitía al cineasta neoyorquino consumar un homenaje al cine italiano y la ópera, escogiendo para la ocasión el registro tan propicio y tan particular de la comedia negra.
Woody Allen ha tenido muy presente la ópera en su filmografía. De hecho, uno de los pasajes más celebres del repertorio personal proviene de Misterioso asesinato en Manhattan,cuando su alter ego declara a Diane Keaton paseando por el Lincoln Center que le entran ganas de invadir Polonia cada vez que escucha la música de Wagner.
Toma sus precauciones Allen con la ópera, igual que hacían los hermanos Marx en una relación confusa y estrafalaria. La prueba está en que él propio cineasta convierte A Roma con amor en un pretexto para representar el papel de un director de escena "moderno". Tan moderno que se jacta de haber concebido una Tosca en una cabina telefónica y de haber vestido de ratas a los personajes de Rigoletto.
La sátira tenía su interés porque se la había inspirado un montaje de Lohengrin estrenado en Bayreuth donde los protagonistas aparecían disfrazados precisamente de roedores. Y es aquí cuando siempre me acuerdo de mi amigo José Manuel Zapata, y del esfuerzo que tuvo que hacer en la Opera de Dusseldorf para cantar El barbero de Sevilla secuestrado en un traje abeja que lo comprimía y lo ridiculizaba.
Woody Allen perseveró en el disparate reclutando para la película romana al tenor Fabio Armiliato. No haciendo un cameo, sino representando el papel de un tenor que únicamente era capaz de cantar en la ducha. Y así aparecía en los teatros, forzando la dramaturgia hasta el delirio para estimularlo debajo del grifo. Y organizándole recitales de estas características:
Puede tratarse de la mayor exageración operística en que ha incurrido Woody Allen, mucho más sutil cuando recurrió a la música de Otello para "ambientar" la historia de traiciones, pulsiones homicidas e infidelidades que late en la oscuridad de la angustiosa y sublime Match Point.
Puede que sea la película más operística del maestro neoyorquino, un catálogo musical y sentimental en que reivindica la figura de Caruso, su carisma, su versatilidad y su fonogenia. Una película que retrata el triunfo del mal en la carambola de la suerte. Que evoca la furtiva lágrima de Donizetti. Y que los detractores del cineasta pueden interpretar ahora como la prueba de que Allen era un diablo con la audacia mimética de Zelig.
Babelia
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