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arte

Sheila Hicks, libre y omnipresente

La artista textil estadounidense, en el punto álgido de su reconocimiento tras décadas de prestigio fluctuante, protagoniza una gran retrospectiva en el Centro Pompidou de París

Álex Vicente
Sheila Hicks, en su taller del Odeón, París. 
Sheila Hicks, en su taller del Odeón, París. cristóbal zanartu

Durante décadas, el mundo del arte no supo qué hacer con la obra de Sheila Hicks (Hastings, Nebraska, 1934). ¿En qué categoría incluir sus esculturas blandas, sus tapices de lana y sus marañas de hilo cuando lo que pedía el cuerpo eran drippings, serigrafías y performance? En realidad, su obra no estaba tan alejada del arte en boga. Reflejaba la escala heroica del expresionismo abstracto, el profuso colorismo del pop y la disolución de la barrera entre el arte y la vida que impusieron los géneros performativos. La diferencia era que lo hacía a través de lo textil y de la herencia de culturas no occidentales —latinoamericanas, magrebíes…—, consideradas aún un mero exotismo antropológico. ­Hicks fue una de las primeras artistas formadas bajo los cánones del modernismo que hicieron caso omiso a sus rígidas jerarquías. Combinó pintura y escultura, arquitectura y artes decorativas, saberes artesanos y ejecución industrial, sin preocuparse nunca por cómo llamarían los demás al resultado.

Su nombre, sujeto a un prestigio fluctuante durante años, se impone, por fin, como central en el actual proceso de reescritura de la historia del arte de la segunda mitad del siglo pasado, que tiende a reevaluar el papel que tuvieron mujeres, tradiciones no occidentales y géneros tildados de menores. La obra de Hicks cobra, en ese sentido, una relevancia innegable. “Para mí no existen las fronteras. Nunca las he aceptado”, afirmaba la artista poco antes de la inauguración de su nueva retrospectiva en el Centro Pompidou de París. Sus obras ya figuraban en las colecciones de los mayores museos. La novedad es que ahora vuelven a ser expuestas. De hecho, desde principios de esta década, ­Hicks se ha vuelto omnipresente. Todo empezó con una gran retrospectiva que recorrió varias ciudades estado­unidenses en 2010. Después fue expuesta en las bienales de São Paulo, Sídney, Glasgow y, por fin, Venecia, donde sus esponjosas bolas de colores presidían la genealogía del arte textil que propuso la comisaria Christine Macel, surgida de las filas del propio Pompidou, en la edición de 2017.

La monográfica del museo parisiense, la primera que le dedica la ciudad donde ­Hicks reside desde 1964, parece la cúspide de este nuevo ciclo de reconocimiento. A la artista, sin embargo, eso le deja un poco fría. “Me parece muy prematuro. Todavía tengo muchas cosas que decir”, afirma Hicks, a punto de cumplir 84 años. La exposición no tiene tesis, hecho infrecuente en una institución como la que la alberga. Tampoco hay cronología ni ángulos temáticos. Prefiere privilegiar el contacto directo con la obra y la inmersión total en un exuberante universo formal y cromático, a riesgo de despojarla de todo aparato crítico. “No tiene recorrido lineal, ni estructura, ni buena educación”, se felicita su responsable, dejando claro que la creó a su imagen y semejanza. Porque debajo del disfraz de anciana risueña se esconde una activista radical. “Me gusta romper las reglas, pero con amabilidad, sin hacer daño”, explica la artista.

Debajo del disfraz de anciana risueña se esconde una activista radical: “Me gusta romper las reglas, pero con amabilidad”

Si Hicks está satisfecha por los laureles cosechados, lo disimula muy bien. “En realidad, hago todo lo posible por seguir siendo una artista subestimada. No me interesan esos nombres sobreestimados gracias a circuitos de galerías y corporaciones de periodistas. Prefiero que la gente se ría de mí. Que se pregunten qué estará haciendo mi obra en un museo cuando debería estar en un mercadillo”, se carcajea. Nacida un año después del inicio del new deal de Roosevelt, Hicks estudió en Yale con Josef Albers, que importó los ideales de la Bauhaus a la costa de Nueva Inglaterra, e intimó con otra conversa al arte textil, su esposa Anni, la gran tejedora de Weimar. Pero señalar a esa escuela como única influencia sería faltar a la verdad. Fue el hallazgo, también en Yale, de las civilizaciones previas a los incas lo que le hizo descubrir el color y dejar de lado su formación como pintora. De hecho, instada a escoger sus referentes, Hicks cita a anónimos. “Un indio mexicano de Guerrero que hacía guaraches con viejos pedazos de neumático. Y un arquitecto autodidacta de Oaxaca que construía casas con tallos de bambú y seda de cactus. Esos fueron mis maestros”, sostiene.

Hicks habrá llevado a la práctica una de las máximas de otro de sus profesores en Yale, George Kubler, el gran experto en la América precolombina: “Supongamos que la noción de arte puede expandirse a todas las creaciones del hombre”. Sus viajes en solitario por Perú, Chile, Bolivia o Venezuela le hicieron abandonar definitivamente la pintura. Aunque ella proteste al escucharlo: “Nunca me he alejado de la pintura. Pinto con los dedos, con las manos. Pinto sin pinceles y en tres dimensiones”. Después de una primera breve visita a París con una beca universitaria, Hicks se instaló en México y se casó con un apicultor con el que tuvo una hija. Al cabo de cuatro años, sus amigos artistas la vinieron a buscar. “Aquí serás un pez grande en un estanque pequeño”, recuerda que le dijeron. Se instaló entonces en la capital francesa con su segundo marido, el artista francochileno Enrique Zañartu, y frecuentó a todos los exiliados del arte cinético, como Soto o Cruz-Díez. “Con los latinoamericanos me sentía más a gusto. Cuando estás en tu casa tienes que seguir unos códigos. En tu cultura siempre hay alguien que conoce a un primo tuyo. En París no tenía primos. Podía ser extremadamente libre. Y yo soy un animal extremadamente libre”, asegura.

Si Hicks está satisfecha por los laureles cosechados, lo disimula muy bien: "En realidad, hago todo lo posible por seguir siendo una artista subestimada"

Todas las aristas de su producción están presentes en la retrospectiva del Pompidou, de sus célebres cascadas textiles a una serie menos conocida que ha titulado Minimes, pequeños formatos que evocan lugares y recuerdos a partir de retazos de ropa. La memoria es el hilo central de su producción más reciente, formada por bolas de hilo y lana que parecen representar los nódulos del subconsciente y suscitan ese sentimiento ominoso que provocan, a veces, los objetos cotidianos. Aunque entre tanto colorismo acaben llamando la atención obras sobrias y enigmáticas como Pockets (1982), una pared repleta de bolsillos de tela blanca en los que la artista incita al visitante a depositar lo que desee. “Billetes y joyas, si puede ser”, bromea. La muestra le rinde justicia, aunque se eche en falta una superficie mayor y una aserción más rotunda de cuál habrá sido su importancia, como la que recibe, en las plantas nobles del mismo edificio, un escultor como César, más popular pero no necesariamente más interesante. Hicks, menos cómoda en el centro que la periferia, le restará dramatismo antes de despedirse: “En realidad he tenido suerte. Casi todas sus muestras hablan de artistas muertos”.

‘Sheila Hicks. Lignes de vie’. Centro Pompidou. París. Hasta el 3 de abril.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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